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El verdadero oro del Valledor

Varias jóvenes familias con niños y en busca de un modo de vida en contacto con la naturaleza repueblan La Furada y Aguanes, dos aldeas del valle más aislado de Allande

El pueblo de Aguanes. i. pulido

La sierra del Valledor, a unos cuarenta kilómetros de Pola de Allande, pasa por ser uno de los lugares más aislados del Principado de Asturias. A pesar de todo, un grupo de jóvenes llegados desde varios puntos de la Península ha optado por seleccionar a Aguanes, un pueblo abandonado en medio del bosque, como lugar de residencia. Durante la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado, pueblos como éste o La Furada habían sido testigos del regreso de habitantes a sus casas. Esta experiencia sirvió como ejemplo a sus nuevos moradores, los cuales acudieron en busca de un modo de vida alternativo.

La historia de pueblos como Aguanes, Coba, Rubiera, La Furada o Trabaces se vio truncada hace ya más de medio siglo. En 1956, la inauguración del embalse de Grandas de Salime cerró por el oeste la salida natural de estos pueblos, cuyos habitantes mantenían un vínculo muy estrecho con la capital grandalesa. Este aislamiento, sumado a la escasez de oportunidades y a la dureza de aquellos años desencadenó un éxodo rural sin precedentes. Incluso llegó a cambiar el clima de la zona por las constantes nieblas, lo que obligó a abandonar el cultivo de la vid. Sus moradores optaron por buscar fortuna en otros puntos del Principado e incluso en otras comunidades. En la década de los ochenta, la mayoría de ellos eran meros pueblos fantasma, testigos mudos de un tiempo mejor.

La electrificación rural que llevó la corriente a centenares de pueblos de Asturias había sido desestimada en varios núcleos del Valledor al carecer estos de habitantes. Esto, sumado a un tortuoso acceso en el que incluso los vehículos 4X4 se encuentran con problemas propició el surgimiento de una especie de «isla» compuesta por cinco núcleos en los que el tiempo parece haberse detenido.

Lutz Ebrecht, un ciudadano alemán natural de Colonia llegó al Valledor en 1986 junto a su mujer, la holandesa Ina Devries. Ambos encontraron la paz en La Furada, lugar en el que decidieron constituir su familia. «Vivimos aquí con nuestros hijos, Xana y Merlín, de 15 y 10 años de edad, respectivamente», precisa Ebrecht, el cual ya había vivido una experiencia similar en Francia. «Tras abandonar Alemania viajé por el mundo y en Francia aprendí a vivir en el campo. Cuando España entró en la Unión Europea me vine y este pueblo me encantó», subraya Ebrecht, que afirma que en La Furada se respira una gran tranquilidad.

Ebrecht combina sus labores de pastor de ovejas y cabras con su trabajo como secretario de la parroquia rural de San Martín del Valledor y afirma no echar de menos a su Alemania natal. «No soy nostálgico. En Colonia apenas tengo familia ya. La vida en la ciudad te vuelve neurótico», enfatiza y añade que en casa carece de televisión. «Simplemente escucho la radio», comenta.

Aguanes se encuentra a unos cinco kilómetros de La Furada. Para acceder al pueblo es preciso caminar a través de un viejo camino de herradura labrado en roca viva y en el que aún es posible ver las marcas dejadas a su paso por los carros del país. En la entrada del núcleo un cartel indica al visitante que está entrando en una «reserva natural». Apenas se llega a la aldea uno se cerciora de la veracidad de las palabras del letrero. Como su nombre indica, en Aguanes el agua está presente en todas partes. No en vano, son varios los arroyos que discurren por sus contornos. Asimismo, una vegetación exuberante rodea a las quintanas.

El zamorano Ángel Fadón y su pareja, Sureyna Muñiz, viven en Aguanes desde hace dos años. El pasado mes de noviembre, ambos tuvieron una niña, Yurema, el primer bebé del pueblo tras medio siglo. «Sureyna se crió aquí con sus padres, que habían venido en los ochenta. Tras dejar el pueblo para estudiar en Oviedo decidió volver de nuevo», explica Fadón.

Hace apenas dos meses la pareja onubense compuesta por Paloma Vázquez y Marcos Moro llegó también al pueblo, donde trabaja en la rehabilitación de un domicilio. Allí esperan tener a su primer bebé, que ya está en camino. «Conocí Aguanes hace un par de años. Aquí se vive muy bien, es un ambiente muy natural», comenta Moro, el cual junto a su pareja se dedica a la agricultura y a la marroquinería. Por si esto fuera poco, hace apenas unos días, Melchor Monferrer, otro joven, se unió al grupo.

No en vano, Aguanes está asistiendo a su particular boom demográfico. «El pueblo ha pasado a tener seis vecinos», advierte Sureyna Muñiz. Media docena de habitantes es una cifra nada desdeñable teniendo en cuenta las dificultades que entraña vivir en Aguanes, como por ejemplo la dependencia de placas solares o de ingenios hidráulicos para obtener electricidad, la prácticamente ausente cobertura telefónica, una lentísima conexión de internet -en el caso de La Furada- o la dificultad de enlace con los otros núcleos de población. «Hay que hacerlo con fuerza pero compensa», enfatiza Paloma Vázquez.

Tanto los habitantes de Aguanes como Lutz y su familia tienen claro que, si se fomentase este modo de vida, los pueblos abandonados volverían a habitarse. «Mucha gente quiere venir a vivir aquí. No se puede permitir que caigan estas casas y que desaparezcan», subrayan y añaden que en otros países se otorgan ayudas para mantener a la gente en las aldeas a cambio de que cuiden los montes y su entorno.

Aguanes y La Furada se han convertido en pequeños paraísos en los que el contacto con la naturaleza hace más llevaderas sus dificultades. Son dos oasis en los que el mundanal ruido y el ritmo frenético de occidente no tienen cabida. En definitiva, en una especie de universo paralelo donde la vida rural sí es posible.

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