Oviedo, M. PALICIO

«Voy a meter la pata y va a servir para un conflicto. Le digo que no». El pintor Juan Romero Fernández (Sevilla, 1932) tenía el encargo de policromar el guerrero de terracota que su amigo José Luis Balbín acababa de traer desde China, no sin esfuerzo, y la noche anterior dudaba. La idea era aproximar la imagen, ya restaurada, al aspecto de las originales, policromadas, y el riesgo había despertado muchas reticencias. «Todo el mundo estaba en contra menos Juan y yo», rememora el periodista asturiano. Pero lo hicieron. Romero venció sus prevenciones, pintó el guerrero y ya no queda ningún experto en el mundo oriental que le reproche nada: «Los que estaban en contra, después de ver el resultado, dicen que siempre estuvieron a favor».

El artista andaluz dio color a toda la superficie del guerrero salvo a las manos, entrelazadas sobre el abdomen, y a la cabeza, que llegó separada del cuerpo y «tiene una belleza escultural tan imponente» que no le pareció mejorable. Para el resto, dada la falta de información exacta sobre el tipo de pintura original de los guerreros, «no intenté meterme en el mundo oriental», asegura Romero, que esquivó todos los riesgos de la imitación optando por hacer el trabajo «a mi manera». «La mía es una pintura muy ornamental que le va muy bien a este tipo de decoración», sigue el pintor, tan «encantado» con el aspecto final de la escultura policromada que «ahora se va a publicar un libro sobre mi obra y hemos decidido incluir al guerrero».

Desechó el óleo y optó por el acrílico porque «la terracota lo absorbe mejor», le dio un toque dorado a una parte de la coraza y cubrió de colores el resto. El desafío, finalmente, cumplió con creces las expectativas y disipó todos los temores con los que el artista se acercó a su obra. Ahora, después de todas las vicisitudes del proceso, «cuando lo vemos, nos parece mentira», concluye Juan Romero.