Aunque nací a los pocos días de Hiroshima y, por tanto, soy producto genuino de la era atómica, me considero un hijo de la guerra de Corea, que era el telón de fondo de mi infancia, y el paralelo 38 fue mi primera aproximación a la frontera que separa el bien del mal. Los coreanos, unos buenos y otros malos, los chinos, los americanos, todos con la caracterización propia de aquel episodio caliente en la guerra Fría, están en mi paisaje moral primario, y de esas cosas no se deshace uno fácilmente. Luego vinieron las películas sobre Corea, que siguieron coloreando el paisaje, y también los cromos, y mucho después las circunstancias quisieron, incluso, que en Caballería me tocara tripular algunos cacharros que habían estado allí. Ahora, 60 años después del inicio de aquella guerra, el regreso de Corea tiene para mí algo de vuelta a la primera infancia, de eterno retorno, de tiempo detenido.