Oviedo, Javier CUERVO

Francisco Javier Fernández Conde (Pillarno, Castrillón, 1937) es sacerdote y catedrático de Historia Medieval. Tiene a punto el tercer y último tomo de «Historia de la religiosidad en España durante la Edad Media». Es profesor emérito de la Universidad de Oviedo y párroco de seis parroquias de Candamo articuladas en torno a San Tirso, vivió en su trayectoria algunas de las transformaciones de la Iglesia y su estancia de estudios en Roma, en las postrimerías del Concilio Vaticano II, cambió su forma de pensar.

-En 1972 el arzobispo Gabino Díaz Merchán le llamó para ser rector del Seminario.

-Y Eloy Benito Ruano para que fuera profesor ayudante en la Universidad de Oviedo. Dije sí a los dos. Esta duplicidad me influyó. Creo que el sacerdote debe insertarse en la sociedad mediante el trabajo y el tiempo libre que le quede dedicarlo al servicio a los demás, al ministerio. Para que los seminaristas pudieran tener esa posibilidad hicimos un convenio con la Universidad Pontificia de Salamanca para que pudieran obtener títulos civiles y otro con el Estado para que pudieran hacer cursos acelerados del PPO (plan de promoción obrera). Valorábamos a los que ya trabajaban cuando entraban en el Seminario. A los 5 años se vio que fracasé. Los del PPO tuvieron poco éxito. Al seminarista le gustaba más el trabajo burgués. El Arzobispo dijo que o uno u otro, o diácono o trabajar en Ensidesa, y yo presenté la dimisión en junio de 1978. Funcionó muy bien el centro de seglares que creamos -que aún sigue- y la formación permanente del clero: en cinco años explicamos el Vaticano II a toda la diócesis.

-Dirigió el Seminario durante la transición a la democracia.

-Hubo algunas reuniones complicadas de la Platajunta en el Seminario, donde el casero era yo. En unas huelgas mineras vino un grupo de CC OO a informarme para que lo contara a profesores y seminaristas y les pedí que lo hicieran ellos mismos esa noche. Se presentó media docena. Empecé a temblar: había oído que en Madrid, por algo parecido, había caído una multa gubernativa de 3 millones de pesetas. Al día siguiente me llamó el comisario Ramos. Tenía un «dossier» completo de todo lo hablado la noche anterior. No fue cómodo, pero no me hicieron nada.

-¿Y cuando murió Franco?

-Un grupo de curas hablamos a feligreses de todas las parroquias de la figura y función de la Iglesia en una sociedad democrática. En una parroquia de Avilés noté que lo que decía no estaba produciendo ningún «feeling», pero lo achaqué a la megafonía. Al acabar propuse que quien quisiera hacer preguntas pasara a la sacristía. Entró media iglesia. Era un grupo del Opus Dei avilesino y la conversación fue muy dura. Don Manuel, el beneficiario de la Catedral, mandaba cartas a LA NUEVA ESPAÑA en las que me llamaba «aseglarado», se metía con mi trenca y acabó diciendo que el Seminario era un centro de formación de activistas comunistas. Ahí le repliqué que conmigo se metiera lo que quisiera, pero que dejara el Seminario en paz. Lo hizo.

-¿Había desconfianza entre curas y políticos de izquierdas?

-El Seminario -que tenía 70 seminaristas y fama- era muy abierto. Por la formación permanente pasaron muchos políticos a explicarse, entre ellos el comunista Horacio Fernández Inguanzo, y se vio que no comía curas. Muchos sacerdotes perdieron el miedo. Me favorecía estar en la Universidad.

-¿Por qué?

-Cuando defendí mi tesis, me costó entrar en el caserón de San Vicente porque estaba rodeado por la Policía. Ser profesor universitario me aportó muchas cosas. Aunque era culturalmente abierto, mi formación era importante pero eclesiástica, y nadie me había hablado del materialismo histórico. Cuando expliqué a San Agustín a los de cuarto curso y una chica observó algo sobre que donde muere el santo el modo de producción es esclavista, aquello del «modo de producción» me cogió fuera de juego.

-¿Cómo llevó sus dos vidas?

-Un «pope» escribió a Lenin para preguntarle si podía entrar en el Partido Comunista. Lenin le respondió que sí, siempre que no hiciera prédicas. Ésa fue mi manera de ejercer. No sufrí ninguna contradicción personal ni social. Me encontraba más a gusto entonces que ahora, que la Universidad ha perdido capacidad crítica.

-¿Ha tenido crisis de fe?

-Pasados los 50, después de la exposición «Orígenes»,

-De la que fue comisario junto a Mary Cruz Morales Saro.

-Sí, acabé muy cansado, tocado. Marché a Roma a trabajar y, de repente, en el Archivo Vaticano, me di cuenta de toda la historia de la Iglesia mundanizada, de miles de documentos de la Edad Media que sólo hablaban de beneficios. Aunque como historiador ya lo sabía, un día lo vi de otra manera.

-¿Cuánto le duró?

-Tres años... el primero con una profunda angustia, con toda mi vida en trozos.

-¿Se planteó que no tenía por qué volver a pegarlos y que cabía una vida nueva?

-Quería recuperar la normalidad. Me horrorizaba reemprender la vida sin un horizonte de fe.

-Bueno, se le podía caer la Iglesia pero quedarle Dios.

-No tengo un Dios filosófico. Creo que Jesús está presente en la Iglesia, que es una unidad. Me ayudó un sacerdote joven que me encontró triste. Se parecía a la depresión porque era algo endógeno, sin motivos: no era por un enamoramiento, no era por haber recibido un castigo... Ser historiador no me ayudó: conocía racionalmente los desastres de la Iglesia, pero no emocionalmente.

-¿Cómo salió?

-Con sufrimiento. Y con dos medidas. Primero, tenía que compartir la experiencia religiosa no en términos de profesor, sino con la gente sencilla: pedí una parroquia rural.

-¿Por la «gente sencilla» o por volver al pueblo?

-Soy campesino y tengo capacidad de entender a los campesinos. Quería promover una acción de tipo social y campesina por otros derroteros. La segunda acción fue mirar más hacia América. Dos años antes había viajado a América y eso me había puesto en contacto con una Iglesia más dinámica de la teología de la liberación. Ahora voy todos los años. Nicaragua, Chiapas (México) y, últimamente, estoy muy vinculado a Chile.

-¿Se recuperó del todo?

-Poco a poco fue viniendo la paz, pero la fe más ingenua desapareció para dar paso a otra más unamuniana. Para que la fe sea necesita praxis y me ayudó mucho la comunidad de base de la que hablaba antes, que fue creciendo en intensidad. Nunca manifesté mis problemas, pero me ayudaron como una familia espiritual que se suma a la propia: mi hermana y mis tres sobrinas.

-¿Merece la pena ser cura?

-Sí, yo volvería a empezar.

-¿Prepara mejor para la vida?

-Vivir el ministerio, la caridad, llena más que pasarlo bomba.

-¿Prepara para la muerte?

-La muerte no me inquieta. No me importa morir en cualquier momento haciendo cualquier cosa buena. Acabo de perder a un amigo de hace muchos años y desgarra, pero ver a su mujer, sus hijos y sus nietos recordarle es gozoso.

-¿Qué actividad le hace más feliz?

-No sé distinguir si soy sacerdote, historiador o profesor universitario. Afronto mis libros en situación no convencional. Hice mi tesis sobre el Libro de los Testamentos de la Catedral de Oviedo para defenderlo, pero llegué a la conclusión de que casi todo es falso. También creo que en absoluto se puede probar la autenticidad del Sudario y las reliquias de Oviedo. He afrontado la historia de la religiosidad española desde el punto de vista antropológico y secular, con la perspectiva de los cambios socioeconómicos del país. En clase era innovador porque quería aplicar el modelo de Bolonia en los años de las clases masivas. Mi casa fue casa de estudios. El sacerdote -es una ventaja- no tiene familia y dispone de más libertad y tiempo para los demás. Ahora doy optativas y eso hace que los que las escogen lo hagan con más motivación.