Desde mi retiro veraniego en La Bañeza me entero del fallecimiento del que fuera mi profesor de Derecho Administrativo en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo a comienzos de la década de los noventa.

Es cierto que sus alumnos tuvimos que compartir sus enseñanzas con las que desde los bancos parlamentarios ofrecía por su condición de diputado. Sin embargo, hay que resaltar el lujo que suponía para unos alumnos más interesados por el mundo terrenal que por el planeta rojo del Derecho administrativo disfrutar de la presencia, prestancia, voz modulada, experiencia y sabiduría del profesor De la Vallina.

Solíamos aguardar en el patio del viejo Caserón de San Francisco disfrutando de los minutos de descanso entre clase y clase, hasta que aparecía Don Juan Luis, impecablemente trajeado y mirada alta, con la elegancia de un tribuno romano, al que todos seguíamos respetuosos hasta tomar asiento en la vieja aula escalonada. Tras calzarse sus gafas y extraer una pequeña ficha del bolsillo iniciaba su exposición con suavidad, claridad y con alarde de dotes didácticas.

Justo es reconocer el notable mérito de iniciarnos en una disciplina jurídica especialmente compleja a los novicios juristas, pero más admirable resulta que, siendo notoria su ideología y trayectoria política (respetable en todo caso, ya que cada persona es hija de su tiempo y circunstancias) jamás existió en sus explicaciones la menor intoxicación política o afán de proyectar sobre el Derecho Administrativo ideología alguna.

No deja de tener su gracia que quien fuere en época franquista director del Instituto de Estudios de Administración Local, además de procurador en Cortes, y secretario general técnico de dos ministerios, encarnase un ejemplo de asepsia expositiva en la asignatura relativa al poder público expresado en reglamentos y actos, y en cambio, hoy día, en la España democrática, no faltan profesores universitarios que se autoproclaman ajenos a los partidos políticos y que de forma incongruente sus obras y enseñanzas presentan una lamentable carga fascista o radical.

De hecho, en su fecunda labor investigadora, especialmente orientada hacia la Administración local, me limitaré a destacar su temprano libro sobre «La motivación del acto administrativo» (1967), hito y referente actual ineludible en cualquier obra actual sobre el control del poder público, al perfilar implacablemente el deber de la Administración de explicar y justificar las razones de sus decisiones.

Finalmente, en el plano personal e intimista, señalaré que mi juicio no está nublado por las matrículas de honor con que generosamente calificó mis conocimientos de Derecho Administrativo, pero debo confesar el ronroneo gatuno que me provocó la anécdota que tuvo lugar tras realizar el examen oral en el seminario de Derecho Administrativo, momento en que me invitó a seguir carrera académica en el mundo universitario. Y aunque mi vida ha ido por otros derroteros universitarios, administrativos y profesionales, la memoria es tozuda con quienes impulsaron positivamente mi vocación.

Después sólo tuve ocasión de abordarle hace unos tres años en la calle Uría de Oviedo y disfrutar de unos minutos deliciosos de conversación, pues me sentí afortunado por el honor de hojear un libro viviente. Al fin y al cabo, sentía el privilegio de estar ante quien aportó pinceladas al gran fresco de la historia reciente de España, participó en el boceto del Estatuto de Autonomía de Asturias y coloreó con tonos vivos el fondo gris del Derecho Administrativo en la Facultad de Derecho de Oviedo.

A ello debemos unir la opinión de los restantes compañeros de licenciatura con los que he hablado de su figura, todos los cuales coinciden en la caballerosidad y cortesía de tan noble profesor, en su saber estar y la ausencia de prejuicios, sin olvidar su silencio frente a quienes no le perdonaron su estatura de administrativista. Por todo ello, no podía evitar volcar estas sencillas notas a modo de tributo a quien supo dejar huella en varias generaciones de juristas.