Luis F.-Vega, querido Luis, ha entrado en la blinda de la eternidad para ver y gozar del cielo. Luis Vega, como era conocido yo creo que en todo el mundo por su sencillez ejemplar, por su capacidad de magisterio profesional equiparable con la de su hermano Álvaro -tanto monta-, por su proximidad al enfermo, por su visión de futuro, por su infatigable labor de integrar plenamente a su familia en la que ya se conoce y admira como «la saga de los Vega» desde el abuelo, desde el padre y ahora derramada en los hijos y en los nietos. La vieja aspiración le permitirá presentarse ante el Señor: «Esto no lo hice para mí, lo hice para servir a los demás».

¿Qué hizo el doctor Luis F.-Vega, cuya desaparición ha corrido como un ramalazo de dolor, por la ciencia, por la sociedad y por él mismo? Luis, porque así le conocían y le respetaban, fue un adelantado de la oftalmología desde que fue el preferido de los becarios del doctor Castroviejo en Nueva York, y a cuya consulta de Oviedo venía todos los años. Un buen día, hace bastantes años, me habló de su proyecto del Instituto Fernández-Vega. Me pareció que sintetizaba la unión familiar desde el pasado hasta el porvenir de una manera admirable por precisa. Tuvo la dicha de ver coronado su proyecto con una institución modélica que honra a Oviedo y a la oftalmología. «Esto parece Lourdes», dijo un enfermo al salir del Instituto. La expresión coloquial, aunque esté cerca del exabrupto, es definitoria de la proyección socioprofesional de la criatura que gestó y ha visto nacer y crecer, justamente satisfecho de su obra.

El doctor Luis F.-Vega fue cediendo terreno a sus sucesores, pero hasta poco antes de caer enfermo iba por la consulta para ver y abrazar a sus amigos. Como no era un médico distante se ponía siempre en el lugar del enfermo. Una vez tuve un susto en Madrid y le llamé por teléfono. «Conozco tu retina como el salón de mi casa, tranquilo», me dijo en la sala de pilotos de Barajas, camino de Canarias. Me mandó regresar a Oviedo y que me viera Álvaro, quien ratificó el diagnóstico. Podía haber sido otro el que sufría tal angustia y hubiera hecho lo mismo. Su denso currículum lo orlaba esta calidad humana.

Su descanso en vacaciones eran las cacerías en África. Desde hace años iba al continente negro en compañía de su hijo y de sus amigos, pero se quedaba en la blinda no para el rececho, sino para observar y trasladar recuerdos y actualidad en un delicioso libro: «Memorias desde la blinda», donde recuerdo que establecía una relación entre el «blind», ciego, sajón y esa mirilla blindada paradójicamente para ver. Le gustaba encerrarse y descansar en espacios extremadamente reducidos. Pienso que no lo hacía gratuitamente, que ese reducto era la retina del mundo exterior y desde ese gabinete tomada sus notas en un supuesto cuaderno de campo exterior. Quiero recordar que escribía en Campuloto, en Ceceda, dentro de un acondicionado tonel de sidra. Y en el Instituto, su Instituto y el de toda la saga, acomodó en lo alto un observatorio desde el que se veía todo Oviedo, también su Oviedo, porque era un carbayón que ahora ha derribado la enfermedad, pero que perdurará en ésta su reencarnación prevista: el Instituto Oftalmológico y la saga de los doctores Fernández-Vega.