Mieres del Camino,

J. L. ARGÜELLES

A última hora del 22 de diciembre de 1991, un domingo gris de llovizna intermitente y luces navideñas, las direcciones ejecutivas del SOMA y CC OO de la Minería iniciaban en la cuarta planta del mierense pozo Barredo, a cuatrocientos metros de profundidad, un encierro de protesta ante la deriva que tomaba la negociación del nuevo plan de Hunosa. Era la respuesta sindical a un año de extenuantes conversaciones y más de treinta estériles reuniones oficiales en las que el Ministerio de Industria, de quien era titular Claudio Aranzadi, y los responsables económicos del Gobierno de Felipe González, capitaneados por Carlos Solchaga, trataron de doblar el brazo a los sindicatos carboneros con una ristra de propuestas que suponían, en un muy corto plazo de tiempo, la liquidación de la minería.

Hunosa, que aún tenía 18.000 mineros y era la viga económica de unas comarcas con 200.000 vecinos amarrados al monocultivo del carbón, aparecía, junto con la siderurgia, como el símbolo de una Asturias con una industria decadente. La compañía estatal hullera, presidida por Juan Pedro Gómez Jaén, sumaba unas pérdidas anuales de unos 50.000 millones de pesetas. Tras el hachazo de Margaret Tatcher a la minería inglesa, una decisión con la que la campeona de las políticas neoliberales puso contra las cuerdas a los sindicatos británicos y logró émulos en toda la Europa comunitaria, la tentación neoliberal de suprimir una empresa deficitaria como Hunosa había prendido en buena parte del Gabinete socialista. A finales de 1991, sólo Alemania y España mantenían una minería con números rojos y un elevado número de trabajadores.

Cuando los treinta y seis sindicalistas del SOMA y CC OO subieron a la jaula del pozo Barredo, después de descartar la posibilidad de encerrarse en la Catedral de Oviedo o en la sede de la Junta General del Principado, muy pocos sospechaban aquella respuesta y que los mineros, aureolados por su papel en la Revolución del 34 o en las duras huelgas de los años sesenta contra el franquismo, iban a dar una contundente batalla durante doce días. Fue, junto con la «Marcha de hierro», la última gran movilización obrera y la protesta que desencadenó los cambios más notables de la economía asturiana en siglo y medio. Aquel encierro puso las bases que permitieron a los sindicatos llegar a los pactos y acuerdos posteriores, tanto con el PSOE como con el PP: cierre ordenado de los pozos e instalaciones, ayudas a las empresas, prejubilaciones, mantenimiento de una determinada producción de mineral como recurso estratégico y una considerable dotación de recursos económicos (los llamados fondos mineros) para las comarcas carboneras, pero de los que se ha beneficiado el conjunto de Asturias.

El encierro -y la dimensión social que alcanzó como símbolo de una movilización y de una resistencia contra el plan de liquidar la minería- no hubiera sido posible sin el entendimiento personal y sindical del aún líder del SOMA, José Ángel Fernández Villa, con Antonio González Hevia, el dirigente de CC OO. La unidad de acción de ambas centrales, que han preservado hasta hoy mismo, forzó la revocación de la sentencia de muerte que pesaba sobre el carbón.

La estrategia de la presión y la negociación está en el ADN de la historia centenaria del SOMA (fue lo que hizo toda su vida su fundador, Manuel Llaneza) y también en la de CC OO, un sindicato que nació, precisamente, como representación de las asambleas de los trabajadores para negociar las reivindicaciones de éstos con los empresarios. Pero también es cierto que en aquel domingo gris y neblinoso de 1991, cuando todo el mundo se preparaba para celebrar la Navidad, la decisión que tomó Villa era especialmente significativa. Pertenecía a la comisión ejecutiva del PSOE, de la que era secretario general Felipe González, y pasaba por ser el «hombre fuerte» del socialismo asturiano, aunque fuera Luis Martínez Noval, ministro de Trabajo, quien sobre el papel dirigía la FSA. El gesto de Villa, que siempre ha confesado su devoción por Alfonso Guerra, vicepresidente de aquel Gobierno y en el que trataba de poner freno al programa liberal del tándem Solchaga-Aranzadi, se interpretó como un desafío.

Fueron doce días (los encerrados salieron del pozo el 3 enero, arropados por una multitud) en los que los sindicatos, controlados en el exterior por Marino Artos (CC OO) y Ricardo López Estébanez (SOMA), tuvieron que asumir la dirección del pozo al declinar Hunosa toda responsabilidad sobre la instalación. La elección del Barredo, una mina en el barrio de Bazuelo y a pocos metros de la principal comunicación con la Meseta, no fue casualidad. Allí se libraron, mientras duró la protesta y bajo la convocatoria de sucesivas huelgas generales, durísimos enfrentamientos entre mineros, vecinos y antidisturbios. El saldo diario de heridos y detenidos era la prueba de que el pulso entre sindicatos y Gobierno iba en serio. Y se vivieron, además, momentos en que los encerrados, que permitieron bajar a los periodistas a la cuarta planta el día 25, recibieron amplias muestras de solidaridad desde toda España. Y hubo también lágrimas entre los familiares que pasaron la Nochebuena y la Nochevieja al pie del castillete, junto a cientos de personas. Casi dos décadas después de aquel encierro, Hunosa sigue activa y en Barredo hay un campus universitario.

Mañana

Perfil de José Ángel Fernández Villa