A poco que nos descuidemos, bien pudiera parecer que cortar cintas inaugurales, plantar primeras piedras y cruzar Asturias en coche oficial es la única misión que le hemos encomendado a nuestros representantes políticos. Sin embargo, lo que en puridad deben hacer es administrar de la forma más transparente, austera, ecuánime y eficaz los dineros y las leyes que los ciudadanos les entregamos en custodia cada cuatro años. Por ello resulta más que indignante comprobar cómo, contraviniendo toda la normativa imaginable, a la viceconsejera de Medio Ambiente, Belén Fernández, le ha brotado una casina en medio del parque natural de las Fuentes del Narcea, en una zona protegida de osos y urogallos; un inmueble, además, construido por un empresario que asesora a la propia Administración en la promoción de las Reservas de la Biosfera de Asturias y cuya trayectoria le vincula paradójicamente con la defensa del medio ambiente.

¿Cómo ha sido posible? Es verdad que la ciencia avanza que es una barbaridad y puede que en estos montes del suroccidente asturiano se hayan utilizado las más vanguardistas técnicas de construcción, consiguiendo que la casa enraizara y creciera sobre un territorio tan sensible y vigilado de forma francamente inevitable, germinando como por ensalmo, presentándose como el iceberg se le apareció al «Titanic». Ahí va pa que te preste. Escasean últimamente, pero los milagros existen.

Ya en serio, cabe barruntar que la casa haya ido tomando forma durante varios meses, ladrillo a ladrillo, a la vieja usanza, con lo que pudo haber tiempo más que suficiente para tomar medidas. Y, al parecer, así fue. La guardería avisó de lo que estaba pasando. Pero, de ahí arriba, en la Consejería de Medio Ambiente nadie actuó contra el empresario conocido hasta que el fiscal tomó cartas en el asunto y mandó parar.

Parece evidente que los controles han vuelto a fallar. Y no es la primera vez. No es la primera vez que la justicia tiene que presentarse para parar, in extremis, un gol que deberían haber parado en el Principado. Bien lo saben en la Consejería de Administraciones Públicas, donde, tal y como ahora investiga un Juzgado de Gijón, una jefa de servicio fue adjudicando a una empresa de su propiedad numerosos pequeños contratos hasta sumar 800.000 euros. Y, mientras, su superior directo, silbando tangos tecnológicos. Todo indica que no se enteró de nada hasta que la vía de agua en el casco se había convertido en un chorro de dinero. Otro al que se le apareció el funesto iceberg del «Titanic». Comprensible despiste pues la técnica que supuestamente utilizaba la funcionaria pertenecía a los arcanos de la alta ingeniería financiera: una simple consulta al registro mercantil revelaba que ella misma aparecía como socia y administradora única de la empresa a la que reiteradamente adjudicaba contratos.

Seguro que el caso de la cabaña que quiso ser casoplón y el de la funcionaria que iba para millonaria son una excepción pero ¿nos lo pueden asegurar quienes gestionan leyes y dineros públicos?