Personalmente, no creo que la disyuntiva entre Monarquía y República haya preocupado poco o mucho a los españoles durante los primeros tiempos de la transición. Si apenas había socialistas, por citar un partido que conseguiría alcanzar un gran volumen en poco tiempo, imaginen cuántos republicanos podía haber. Desde luego, no en las filas socialistas, pues aunque el partido se declaraba republicano, siempre consideró con desconfianza a la «República burguesa». De las figuras socialistas de la II República, tal vez el único republicano verdadero haya sido Indalecio Prieto, que participó en el Pacto de San Sebastián a título personal. El PSOE no quería saber de aquellas cuestiones de políticos burgueses, aunque más tarde, y de manera un tanto oportunista, Largo Caballero pronunció un discurso machacón en el que repitió hasta la saciedad la palabra «República». Parecía escuchándole que la República era la panacea universal. Recordaba, salvando las distancias, enormes, a Z, que ahora va a hacer una política que lleva más de dos años diciendo que no haría bajo ninguna circunstancia. Los políticos se olvidan de todo: incluso de aquel encrespado lema de Rubalcaba: «España no merece tener un Gobierno que le mienta».

Por fortuna, durante la transición no hubo demasiados iluminados, sino gente bastante posibilista. Si un Borbón iba a sacarnos de la dictadura y garantizar la democracia, ¿para qué complicarse la vida con la República? Ésta era la condición de Felipe González e incluso la de Alfonso Guerra, a quien le tocaba hacer el papel de radical, un poco a imitación de la Policía político-social en sus hábiles interrogatorios: uno de los policías hacía de bueno y otro de malo; uno hacía de comprensivo, que le decía al detenido: «Yo también tengo un hijo que va a la Universidad como tú», y el otro entraba en plan energúmeno y oliendo a tabaco de picadura y a cazalla, y echando mano a la pistola se la ponía delante de las narices mientras gritaba: «A este cabrón me lo cargo aquí mismo». Y el pobre interrogado, sin saber a qué carta quedarse: o rendirse al bueno o esperar por dónde iba a salir el malo. Siempre era más peligroso el bueno, pero no se sabía si el malo iba a disparar.

En consecuencia, los 14 de abril nunca alcanzaron a tener una significación ni remotamente equivalente a la de los 1 de mayo. El 14 de abril de 1976 se produjo en un clima de tensión creciente, pero no debido a posibles vísperas republicanas, sino al terrorismo. La mayoría de los republicanos eran gente de edad y burgueses, y los burgueses no salían a la calle en manifestación. En el fondo eran unos sentimentales. El 8 de abril, ETA asesinó a Berazadi, un industrial que llevaba algún tiempo secuestrado. Al día siguiente, los etarras secuestraron a un par de policías que habían cruzado la frontera para ver una película pornográfica y comprar un casete. Manuel Fraga Iribarne, entonces ministro del Interior, agarró un remonte de tamaño natural y se lanzó a insultar a los de ETA, pero no se limitó al exabrupto, porque el 12 de abril, después de una espectacular redada, se produjeron las oportunas detenciones. Ese mismo día murió un guardia civil en el momento de arriar una bandera separatista conectada a una bomba. El terrorismo parecía que no iba a terminar nunca.

El 14 de abril propiamente dicho aparecieron pintadas de la extrema derecha en diversas calles y plazas de Oviedo. En el Fontán pintaron: «Rojos no», «Os quemaremos vivos» y «Viva Dios»; en la calle Campomanes: «Si volviera... Franco». Calculo que sería más efectivo «Si volviera Franco...», con los puntos suspensivos al final, pero no soy yo quien para enmendar la ortografía a nadie. Ese día Radio Oviedo transmitió la misa bable de León Delestal y el maestro Casanova, cantada por el Coro Santiaguín. Entonces todavía el bable no era una reivindicación de la extrema izquierda. Y el 15 de abril el cielo se puso hacia las cinco de la tarde y granizó. La calle quedó blanca, como si hubiera nevado, durante unos minutos.

Las vísperas del 14 de abril alteraban más a la extrema derecha que a los republicanos. En 1977 estuvieron muy activos anunciando un mitin de Blas Piñar en el Palacio de los Deportes que había de celebrarse el día 16, sábado. Algunos de los asistentes, convenientemente enardecidos, se desparramaron por las calles de la ciudad, haciendo sonar las bocinas de sus coches y desplegando banderas. Éstos, digamos que pertenecían al cuerpo de caballería motorizada; los de infantería desfilaron al paso de la oca hasta que se cansaron. Después los gerifaltes fueron a cenar al hotel Reconquista, pero como el personal estaba en huelga, tuvieron que llevarles la cena de Arrieta. Y un grupo de exaltados entraron en el restaurante Niza, alegando que era un lugar de reunión de «rojos» y decididos a desarmar la bolera. Al parecer, marchaban por las calle Argüelles muy marciales, cantando el «Cara al Sol», con los brazos en alto, y llamando hijos de tal por cual a todos los transeúntes que no los coreaban o aplaudían. Al pasar delante del Niza, se detuvieron con los brazos en alto, y Celso, que estaba a la puerta, cerró el puño. Entonces atacaron, y Juan, el marido de Charito, un hombre alto y valiente, salió en su defensa y los tarzanes le hirieron en la cara con un punzón. Yo pasé por el Niza poco después, cuando los fachas ya se habían ido. La pobre Charo se lamentaba: «Todos los golpes del fascismo tienen que caer sobre nosotros», decía. Juan tenía un corte en el pómulo, pero sin consecuencias.

Aquella noche, por si las moscas, cerraron todos los bares «underground» del Oviedo antiguo.

Este 14 de abril tuvo una significación especial, pues el día 11 falleció el veterano socialista Pedro Cilleros, uno de los que proclamaron la República el 14 de abril de 1931. Cilleros era un hombre decidido, de pelo cano y «foulard» blanco al cuello. Amigo inseparable de Mauri, que había regresado del exilio de Francia hacía poco. Mauri era un hombre tranquilo, de pelo rizado y gafas, y aspecto de burócrata. Ambos eran funcionarios de Correos. El 14 de abril se encontraban en el edificio de Correos de Madrid. Al conocer el resultado de las elecciones en Éibar, subieron a la azotea y colocaron la bandera republicana. La gente se agolpaba delante del edificio, mirando la bandera, y pronto se convirtió en multitud, y Mauri y Cilleros, desde el tejado, la contemplaban a sus pies, cada vez más enardecida. Ellos pusieron en marcha aquel momento estelar. Después, Cilleros fue represaliado en 1934 y durante la Guerra Civil fue oficial del Estado Mayor del general Gamir Uribarri. Tenía unos buenos prismáticos que llevó al frente, y como los de Gamir eran bastante malos, un día se los pidió y no se los devolvió. Al hundimiento del Frente del Norte, Cilleros embarcó en Gijón en dirección a Francia, pero el barco fue apresado en alta mar, y obligado a fondear en la ría del Eo. Allí permanecieron varios días; algunos de los que se encontraban a bordo se suicidaron. Los nacionales rodeaban el barco, y los republicanos intentaban canjear las armas, que ya de poco les servirían, por tabaco. Los del barco decían: «¿Qué, facha? ¿Te gusta esta pistola?», y cuando el otro se disponía al canje, la dejaban caer a la ría.

Le condenaron a muerte. Al salir de la cárcel pasó a la clandestinidad. Un día, al entrar en su casa, la encontró ocupada por la Guardia Civil. Como no había manera de escapar, puso cara de sorpresa ante tanto tricornio, y cuando le preguntaron quién era, contestó que un compañero de trabajo de Cilleros que iba a interesarse por su familia, y así salió del paso. En otra ocasión, muchos años después, recibió la visita de alguien que llevaba un paquete bajo el brazo. Eran los prismáticos que el general Gamir le devolvía por medio de su ayudante.

Mauri pudo pasar a Francia y consiguió entrar en el cuerpo de Correos, en el que trabajó hasta su regreso a España. En Francia militaba en el sindicato socialista, y una de las primeras cosas que hizo a su vuelta fue darse de alta en la UGT, reconociéndosele la antigüedad adquirida en Francia. A diferencia de Cilleros, Mauri era de aspecto tímido. Salían los dos juntos a tomar vinos y a distancia se veía que quien llevaba la voz cantante era Cilleros. A Mauri le sorprendía que en el PSOE de Oviedo pudiera haber tanto desconcierto, estaba acostumbrado, lo mismo que Manolo Mondelo, a un partido organizado, mientras que el de aquí se organizaba a duras penas. En 1977, el PSOE distaba todavía mucho de ser una implacable y disciplinada maquinaria electoral.

Cilleros padecía del hígado. Murió a las seis de la tarde, cuando iba a visitar a sus nietos. Aquel día, sobre las doce de la mañana, le vi en la calle Gastañaga, con su guerrera azul y su «foulard» blanco. Le enterraron en Godos. Salvo Mariano Coubi, Covi y yo, no había nadie del partido, ni unas flores. Por aquellos días los socialistas estaban en campaña y el pobre Cilleros ya no podría votar.

El mismo día murió Jacques Prèvert.