El inicio de la quincena que el calendario electoral reserva para que los candidatos se publiciten y pidan el voto suscita dos cuestiones. Una es el ámbito de los temas que recibirán una mayor atención durante la campaña. Los líderes políticos pueden poner el énfasis en los asuntos de Asturias o sobre la situación de España. Así como el elector, por su parte, tenderá a apoyar al partido que exalte los temas que figuren en su orden de prioridades.

En esta ocasión, resulta difícil prever lo que sucederá. Por un lado, hay motivos para pensar que van a imponerse los temas asturianos. El primero es el objetivo de la convocatoria, la elección de los diputados que ocuparán los escaños de la Junta General, que a su vez elegirán al presidente del Principado. El segundo es la participación en la lucha electoral de fuerzas políticas, como Foro Asturias y los diversos partidos y coaliciones asturianistas, que suelen ocuparse exclusivamente de la realidad regional. El tercero, quizás el más importante, es el desafío que representa el futuro de Asturias, estimulante y problemático a la vez.

Pero la crisis económica y el clima político hacen inevitable que en la campaña se introduzcan los temas de la política nacional. El PP estará interesado en que las elecciones se conviertan en un examen al Gobierno central y que el resultado sea un suspenso y se considere un anuncio de su victoria en las próximas elecciones generales.

En las anteriores elecciones autonómicas, que fueron de continuidad, no de cambio, como se presume que serán éstas, la mitad de los asturianos manifestó que los temas de Asturias y los de España habían influido por igual en su voto. La otra mitad, especialmente los votantes de IU, reconoció el mayor peso de los temas asturianos. En estas elecciones, las posibilidades del PP aumentarán en la medida que la situación general del país predomine entre los temas de la campaña.

La otra cuestión que se plantea es la influencia que la campaña misma tendrá en el resultado de las elecciones. Desde que Paul Lazarsfeld hiciera un estudio pionero sobre la campaña para las presidenciales de 1940 en el condado de Erie, estado norteamericano de Ohio, es motivo de controversia. El sociólogo de origen vienés, que se instaló en Estados Unidos huyendo del acoso nazi, precursor de las investigaciones sobre el impacto de los medios de comunicación de masas, publicó en 1953 un breve artículo titulado «La campaña electoral ha terminado», que se inicia con esta frase: «En cierto modo las modernas campañas presidenciales concluyen antes de empezar». Paul Lazarsfeld consideraba que el «votante imparcial», que se informa de los programas, sigue atentamente los discursos, hace una comparación entre ellos y decide, es un mito político, no existe. Por el contrario, el elector tiene una predisposición inicial, diferente según sea su perfil sociológico, que le sitúa más cerca de un partido, al que probablemente dará su apoyo. La conclusión del estudio fue que la mitad de los electores tenía decidido antes de la campaña a quién votar. Otro 30% haría lo mismo, votar al partido más próximo, tras despejar alguna duda. Sólo el 20% restante podría considerarse «electorado disponible», susceptible de cambiar su intención de voto inicial por efecto de la propaganda electoral. De manera que, en resumen, las campañas contribuyen en la mayoría de los casos a fortalecer la lealtad de los votantes fijos, empuja a los dubitativos a repetir el voto y ayuda a los indecisos, los menos, a seguir la dirección que le indican sus primeras inclinaciones. Aunque el efecto más frecuente de las campañas consista en fijar el voto, no en provocar su trasvase, los partidos no podrían prescindir de ellas sin exponerse a una derrota segura.

Otros investigadores han discutido los trabajos de Lazarsfeld partiendo de analizar cómo los cambios sociales han afectado a la vida política. De un modo singular, la televisión, el declive de las ideologías y la pérdida de identidad partidista de los ciudadanos. El resultado de este proceso evolutivo de la política sería un aumento del electorado flotante, dispuesto a dejarse influenciar por la campaña y, llegado el caso, a cambiar de voto. Según estos estudios, lejos de estar decidida de antemano, la disputa electoral se resolvería en el transcurso de la campaña, cuando un porcentaje creciente de electores tomaría la decisión sobre su voto, después de sopesar toda la información recibida.

En las elecciones autonómicas de 2007, el 84% de los asturianos que votaron declaró que tenía decidido su voto antes de que comenzase la campaña. De los que se abstuvieron, sólo el 20% dudó hasta el último momento si votar o no. La mitad de los votantes apoyó a su partido de siempre, con el que se sentía más identificado. El 25%, sin embargo, votó al partido que en su opinión defendía mejor los intereses de Asturias o estaba más capacitado para gobernar. Por otra parte, en las tres últimas encuestas poselectorales las campañas del PSOE han sido las mejor valoradas por los asturianos, pero no está claro si es así porque el PSOE ha ganado las tres elecciones o precisamente ha obtenido las tres victorias gracias a sus campañas.

Como se ve, los datos de Asturias no son concluyentes. El predominio del voto fijo, pegado a un partido, explica la estabilidad del comportamiento electoral de los asturianos. El aumento de la movilidad electoral registrado, por ejemplo, en 1987 y 1999 obedece a una recomposición de la oferta electoral, la concurrencia de CDS y URAS, respectivamente, más que a cambios en las preferencias de los electores. La estructura demográfica y social y algunos rasgos de nuestra cultura política podrían explicar la quietud observada en la arena electoral asturiana.

Pero otros datos anuncian novedades. Unos son comunes a las sociedades avanzadas. Las actitudes políticas convencionales también aquí están siendo sustituidas por formas nuevas, liberadas de los firmes anclajes tradicionales. Es seguro que este proceso se verá acelerado por la renovación generacional, a pesar de la presencia escasa y subalterna de los jóvenes en la vida pública de la región. Estas tendencias generales empiezan a tener manifestaciones específicas, aún tímidas, en Asturias. Tómese nota de un hecho y un dato: las actitudes políticas de los jóvenes que traslucen los estudios más recientes y el aumento del porcentaje de electores que admiten la conveniencia de votar a partidos diferentes en cada tipo de elección. Son signos de que el electorado asturiano también se está haciendo cada día más sofisticado.

Un número mayor de partidos en liza es un incentivo para que los electores concedan su interés a la campaña. Pero puede haber más. Imaginemos una campaña en la que se abordan los problemas de Asturias, los que de verdad definen el futuro de la región, y los de España, que también son nuestros; en la que los candidatos debaten sobre grandes ideas y propuestas concretas, sin recurrir al truco fácil de un plan o un pacto, ofreciéndose a un debate público sin demasiados condicionamientos; y en la que no hubiera lugar para la publicidad negativa, que sólo pretende dañar la imagen del oponente y enturbia la competición electoral. A buen seguro nuestra actitud hacia la política y los políticos sería más confiada. Pues bien, que así sea depende de los candidatos y de los electores.

Según el informe elaborado por la Sindicatura de Cuentas sobre la financiación de las elecciones autonómicas de 2007 en Asturias, los gastos justificados de las tres fuerzas políticas con derecho a subvención, PSOE, PP e IU, ascendieron a un millón de euros. Una razón más para que la campaña electoral sea lo que debe ser, un encuentro fructífero de candidatos y electores, y no acabe siendo una engañifa o un mero pasatiempo más o menos divertido.