El artista Alejandro Mieres (Astudillo, Palencia, 1927) relata en esta segunda entrega de «Memorias» sus inicios como pintor y su experiencia docente en Gijón.

Vida en una casquería. «En mi última etapa en la Escuela de Bellas Artes me salía un poco de la línea académica porque ya había visto una exposición de Gutiérrez Solana y me planteé que había otro realismo y otra gran pintura que no era la pintura académica. Solana había muerto sin la medalla de honor de las exposiciones nacionales y como era un tío particular ponían su obra detrás de las puertas y cosas así. Le enseñé a Joaquín Valverde una de aquellas últimas pinturas mías y él me hablaba de Solana. Valverde decía que hay pintores muy inteligentes, que han estudiado la historia del arte y que pintan muy bien. Pero hay otros que son creadores. ¿Cuándo se da la creación? Cuando hay una relación de autenticidad entre la obra y su creador, y me ponía el ejemplo de Solana, del que me contaba anécdotas.

»Un día, el propio Valverde y Laviada paseaba con él y ellos dos no paraban de hablar de las grandes maravillas de Roma. Hasta que Solana se hartó, y al pasar por una tienda de casquería, con hígados y vísceras expuestas, les dijo: "Eso, eso es la belleza, la vida y la muerte". Otra anécdota era de cuando ellos dos habían querido conocerle. Después de mucho insistir, les recibe un día. Solana tenía el estudio por Vallecas y el tío estaba con un mandilón de tendero de ultramarinos, con grandes bolsos. Olía a rayos porque tenía los bolsillos llenos de pescados, lo más barato, chicharros, sardinas? El tenía la ventana abierta y todos los gatos de la zona iban para allá, los enfermos, los sanos, todos, y cuando quería pintar cogía un pescado y lo tiraba por la ventana; los gatos se iban detrás y se ponía a pintar. Tenía una sirvienta, una señora mayor, y la maledicencia de la gente decía que si una niña que había pintado Solana sería una hija que tuvo con esa asistenta. Valverde y Laviada querían conocerla y él les preguntaba qué tenía eso que ver con la pintura. Insistieron tanto que él la llamó: "Estos señores quieren conocerte". Ella levantó la falda y estaba desnuda. "Bueno, ya la conocéis, puedes irte", dijo él».

Información de París. «En el primer curso de la Escuela conocí a Rosa María Velilla Alathene, y tuvimos un noviazgo de siete años. Su madre era francesa y su padre había vivido en París, una historia novelesca. Ella tenía una información que aquí no teníamos porque en la postguerra y años después ni había revistas de arte, ni libros, ni nada, y si llegaba algún libro era carísimo. Rosa conocía los museos franceses y la pintura que se hacía en París. Nos hicimos novios y hasta hoy, 63 años, toda la vida juntos. Hemos tenido ocho hijos; el tercero murió y viven los otros siete, ya mayores. El menor tiene 44 años».

Sala vacía. «Al terminar en la Escuela, me encontré con que había estado cinco años centrado allí y me vi a la puerta, sin la beca de 400 pesetas al mes que me daba la Diputación de Palencia, con una caja de pinturas y sin saber qué hacer. Así que me fui al Prado, a copiar. Allí estuve dos o tres años y me salió un cliente, un señor que tenía el hotel Gran Vía de Barcelona y otro en Lloret del Mar. Para copiar en el Prado había que esperar turno. Para la sala tal había que esperar cinco meses, para otra tres, y así. Entonces pregunté: "¿No hay ninguna sala a la que no vaya nadie?". "La de Botticelli". "Pues ahí voy". Me hubiera gustado copiar "La Anunciación" de Fra Angélico, pero tenía unos repujados en oro y eso costaba una pasta. Así que comencé a copiar el primer cuadro de "La historia de Nastagio degli Onesti". Este señor de los hoteles lo vio por medio de un amigo mío y quiso que copiara los otro dos. Después me encargó un montón más para sus hoteles.

»Yo entonces ya era profesor de dibujo en el Instituto Laboral de Burgo de Osma (Soria), y terminaba las copias en el Prado, en época de vacaciones. Un día, bajando por las Ramblas, con el dinero que había cobrado (no había tenido tanto dinero nunca), pensé: "Pues ya está, ya lo tengo solucionado: pinto y gano dinero con la pintura". Pero acto seguido me dije: "Coño, ¿y ahora qué? ¿Voy a ser copista de por vida?". Y decidí no copiar más. En ese momento también se me daban bien los retratos y podía haber seguido pintado retratos, que es algo que siempre ha dado dinero, o paisajes, o perros?».

Pintura infantil. «Pero después de haber conocido la obra de Solana, había empezado con mi propia pintura y aquello fue parte de una primera exposición que hice con Rosa María en la sala Macarrón. Faraldo, un crítico muy prestigioso, comentó privadamente en el Café Gijón que así había que pintar, pero al ir a leer su crítica en el "Ya", dos páginas enteras, vi que era positiva pero poniendo cautelas por delante. "No dejan de tener interés las especulaciones anatómicas?", "el colorido tiene cierto interés?", cosas como deslavazadas. Estaba en una edad en la que la primera crítica es mucho para ti y me decepcionó. Faraldo había dicho aquello en privado, pero claro, se conoce que tampoco se quería arriesgar mucho con alguien que empezaba. Luego, un bruto, Mariano Tomás, que escribía en el "Madrid", dijo unas cosas tremendas: "¿Ustedes han visto cómo pintan los niños, ustedes han visto el colorido de la pintura infantil?... Pues Alejandro Mieres, ni eso". Rosa rompió aquella crítica y se lo he reprochado porque me divertiría volver a leerla e incluso la pondría en algún catálogo. Decidí no pintar. La pintura oficial era la académica, muy figurativa, y la vanguardia no existía todavía en España ni llegaban noticias de fuera. Picasso nos sonaba un poco a algunos. Los que hacíamos como yo eran proscritos».

Hablar de política. «Después de Burgo de Osma pasé a Elche y finalmente a la cátedra de dibujo del Instituto Jovellanos, en 1960. La verdad es que Gijón era uno de los pocos sitios que yo había conocido donde se podía hablar de política, aunque con ciertas restricciones, a lo mejor con la excusa de que había una semana de cine, o de teatro, o una conferencia. Yo estaba concienciado políticamente porque, primero, durante la guerra civil, ya de niño, a escondidas, había oído historias que se contaban sobre la zona nacional, historias tremendas, de una madre torturada para que declarase dónde estaba su hijo o cosas así. Esas cosas se te graban y además sabías que tu padre había estado entre Pinto y Valdemoro, y luego por haber trabajado en Madrid, que estaba muy difícil. Llegué a Gijón de paso, pensando en que saldría una plaza en Madrid, pero un día, estando con Rosa y los niños pequeños que teníamos entonces en un prado donde ahora tenemos una finquina, al comienzo del Alto de la Madera, en la Carretera Carbonera, ella me dijo: "Si quieres, haces otra oposición y nos vamos a Madrid; haz lo que quieras y déjame en paz". Rosa estaba muy a gusto aquí. Entonces le dije: "¿Te das cuenta de cómo es este prado?". "¿Qué le pasa?". "Es igual que el que hay en 'La Anunciación' de Fra Angélico, las mismas flores, la misma hierba?, es clavado". "¿Y qué?". "Que nos quedamos; esto no lo hay en Madrid. Allí vas a la sierra y te encuentras con todos los vecinos". Y así fue cómo decidimos quedarnos. Más tarde pude haber ido a Madrid porque en el Instituto San Isidro me ofrecieron el traslado, pero ya estaba decidido. La gente me caía bien, gente comunicativa y cercana, y había una cosa que me gustaba mucho: íbamos por la calle con los críos y la gente de aquí les decía cosas cariñosas. Fui encajando bien en la ciudad y en el Instituto»

Copiar láminas. «El sistema que había en la enseñanza de dibujo era copiar láminas y no me pareció lo adecuado. Copiando láminas, un chaval que tenga afición lo hace a gusto, pero los demás se aburren como muertos. Me acuerdo perfectamente del día que estaba en Burgo de Osma, en clase, y me dije: "Acabo de empezar en la enseñanza y estos chavales tienen diez años y nos vamos a aburrir ellos y yo de por vida; esto no puede ser". Y fue cuando empecé a plantearme el sistema que a mí me había servido para empezar a dibujar, al natural o inventiva, con libertad en el color. Seguí con ello en Gijón y me causó problemas.

»Hacía experiencias de libertad de expresión, y de cara al color, y encontré el procedimiento de prescindir del tema, porque, si no, los chavales iban a la casita echado humo y demás. Así empecé con lo que luego llamaron el arte abstracto infantil, porque no sabían llamarlo de otra manera. Yo nunca les hablé de arte abstracto. Hice exposiciones de los alumnos y la cosa se fue conociendo, pero un día, Francisco de Cossío, crítico de arte, director del Museo de Escultura de Valladolid y hermano de José María, escribió en la "tercera" de "Abc" que había un "maestro de pueblo que pervierte a los alumnos". Era yo».

Mañana, tercera entrega: Alejandro Mieres