El miércoles, a las cuatro de la tarde, concluyó la reñida votación por la que el Gobierno griego consiguió que fuera aprobado el llamado «plan de rescate a medio plazo». Una vez más, ese mismo Gobierno prestó oídos sordos a la multitud de ciudadanos que en esos momentos inundaba la plaza Syntagma y las calles que rodean al Parlamento en protesta permanente contra estas medidas. Una vez más, con la excusa de hacer frente a un puñado de agitadores, las fuerzas del orden volvieron a fumigar como a ratas a todos los manifestantes -y siguen haciéndolo mientras escribo este texto ya sin la máscara antigás-, usando veneno químico de alta toxicidad comprado a Federal Laboratories, BAE Systems y a otros grandes fabricantes de armas.

Hace más de un año que vivo a diario la agitación de esta plaza Syntagma tratando de explicarme lo que pasa, y el momento histórico de esta votación -por la que Grecia acaba de aceptar uno de los mayores préstamos de la historia de la humanidad- parece un buen momento para recapitular. Vayamos paso a paso.

El problema es que Grecia debe mucho dinero a sus prestamistas; mucho más dinero deben EE UU, Reino Unido, Alemania, Francia, España, Japón o Suiza y eso, de momento, no es problema. Junto a éste existe también otro problema: que a Grecia le vendría bien una racionalización del sector público en aras de un menor despilfarro, así como una serie de medidas para atajar la corrupción política y el fraude fiscal. Este segundo problema lo tiene también la mayoría de los países del mundo. El hecho es que, tristemente, los distintos gobiernos de Grecia han estado largos años sustentando sus políticas sobre el endeudamiento y contrayendo peligrosos compromisos con los magnates del mundo financiero.

Hace dos años, el Gobierno Papandreu «descubrió de repente» estos dos grandes problemas de Grecia, derivados, según sus argumentos, de la mala gestión y el nepotismo de los gobiernos anteriores, así como de la falsificación de las cuentas ante los socios europeos heredada de sus predecesores al frente del país.

En Grecia el poder lleva ocupado más de treinta años por los mismos partidos y dinastías políticas, y el propio Papandreu, como muchos otros miembros de su actual Gobierno, ha sido ministro y parlamentario en ocasiones anteriores. Ante esta situación, el Gobierno anuncia que la única solución posible (y la única alternativa a una segura bancarrota) es el sometimiento a un duro «plan de rescate», dirigido por nuestros socios centroeuropeos y el FMI.

Peor aún que las mentiras, son las medias verdades; porque oculto en la atractiva cápsula de la verdad, tragamos también el fatídico veneno de la mentira. Todos estamos de acuerdo en que, en beneficio de todos, hay que racionalizar el número de funcionarios, perseguir la evasión fiscal y evitar el despilfarro del dinero público, pero no por ello tragamos con la mentira infame de que el único camino para arreglar las cosas sea avenirse a los dictados de los monopolios del poder y del dinero y a las directrices que el FMI y sus aliados señalan ahora a los nuevos países en los que han puesto el ojo. Y no deberíamos aceptar tampoco que los mismos políticos, dirigentes y magnates que han sido cómplices y artífices de la situación que queremos cambiar sean los que hoy nos vendan recetas para el cambio. Está mal que en Grecia haya más de un millón de funcionarios públicos. Pero es vergonzoso que nos lo echen en cara los mismos partidos que los han nombrado durante décadas. Está mal que los impuestos evadidos superen los 33.000 millones de euros. Pero es vergonzoso que ahora pretendan arreglarlo tratando a las rentas «medias-bajas» con mano de hierro quienes han permitido, entre otras cosas, que haya 6.300 ricos registrados que deben cada uno entre 200.000 y varios millones de euros al erario público. El pueblo está harto de medias verdades y no se cree que para que la situación se arregle haya que empeñarse hasta las cejas, trabajar cuarenta años y jubilarse con 360 euros.

Contra toda reacción y contra la argumentación, el Gobierno y sus aliados financieros han seguido adelante con la falacia de la «única solución» y la amenaza de la bancarrota. Para quien tenga nociones de historia contemporánea, son de sobra conocidas las prácticas del FMI en los países donde ha operado hasta el momento. Si no, que se lo pregunten a América Latina, al África Subsahariana, al Magreb, a los países del sureste asiático o a todos los del llamado Tercer Mundo, que durante las últimas décadas viven desangrados por un proceso creciente de acumulación de deuda, mientras pagan por ello al Primer Mundo siete veces más de lo que reciben en supuesta ayuda al desarrollo. Esta institución, nacida en 1944 en la pequeña localidad estadounidense de Bretton Woods, actúa como intermediaria financiera haciendo que, a través de sus créditos, los inversores tengan mayores garantías de cobro frente a los países deudores. Para ello, «convencen» a los gobiernos para que contraten sus préstamos, que, por considerarse de alto riesgo, vienen gravados con un tipo de interés entre 5 y 7 veces superior al de los normales; imponen la privatización y la venta a inversores extranjeros de los recursos naturales del país y de las más rentables empresas públicas; exigen exenciones fiscales para las inversiones de las multinacionales; aumentan los impuestos indirectos en bienes de consumo (IVA) y exigen austeridad y recortes en las prestaciones sociales.

Hasta la llegada de Papandreu al poder, las prácticas del FMI se habían mantenido fuera de las fronteras de la UE, limitadas casi a los países Tercer Mundo, donde, normalmente, esta institución ha operado después de que los países quebraran y no antes. El llamado plan de rescate se dibuja a las claras como un plan pensado especialmente para el sector financiero, que en tiempos de crisis desea asegurar los beneficios de sus inversiones y ve en Grecia una atractiva presa para experimentar en territorio de la UE.

Un 60% de esta abultada deuda griega son, en realidad, bonos del Estado, mediante los cuales han «apostado» su dinero los llamados «inversores» a través de entidades financieras. El objetivo de los inversores, ya se sabe, es cobrar, pero como los inversores privados no tienen ninguna garantía de que los países en los que invierten produzcan los esperados beneficios y el cobro llegue a hacerse efectivo, están sujetos al riesgo de la apuesta, y su derecho al cobro se limita tan sólo a una parte sobre los beneficios, nunca a una parte del patrimonio del país en que invierten. Para cobrar con garantías, su objetivo es introducir en el país un agente de cobro capaz de transformar la especulación privada en deuda pública. Y eso es lo que hace desde su fundación el FMI. Pero para eso hay que conseguir la connivencia de algunos políticos. Y esto es lo que han conseguido en Grecia.

Gracias al «efecto conversor» del FMI, Grecia ya no le debe dinero a los especuladores privados sino a otros estados, lo que hace el impago más complicado. Y ahora hay que responder a esa dudosa deuda con el sudor de los contribuyentes y con la riqueza nacional, que el propio Gobierno se ha encargado de inventariar a tiempo en el último gran censo y de comprometer más allá de lo inalienable en el texto del protocolo que acaba de firmar.

La única solución lejos de sanear el Estado, generar riqueza y atender el pago de la deuda, es pan para hoy y hambre para mañana. Lo único que realmente asegura es el beneficio de los inversores, facilitándoles legalmente el acceso a lo que hasta ahora permanecía fuera de su alcance: la riqueza de la nación.

Si a este doble problema de endeudamiento y saneamiento del Estado hubiera que buscarle una solución, lo lógico sería investigar a fondo acerca del origen y la naturaleza de esa enorme deuda que abruma al país, cómo y por qué ha sido contraída, quiénes y en qué términos han firmado los préstamos, si ha habido beneficios para los implicados, si ha habido comisiones ilícitas, con qué transparencia se ha realizado la contratación de obras y servicios por los que ahora se pide que paguemos, si ha habido sobrevaloraciones en esos encargos... Habría que esclarecer la deuda, ver si hay culpables de delito entre los responsables del endeudamiento y determinar con precisión qué parte de esa abultada cantidad no es sino una deuda odiosa.

Una vez esclarecido todo esto y castigados los culpables, se decidiría con serenidad y justicia por medio de qué préstamos, qué ventas o qué nuevas medidas habría que hacer frente a la deuda legítima. Una de ellas podría ser reclamar de forma contundente las indemnizaciones de guerra que Alemania fue condenada a pagar a Grecia tras el final de la II Guerra Mundial y que aún no han sido satisfechas.

Pero nada de lo anterior se está llevando a cabo con seriedad. Ni investigaciones, ni auditorías, ni juicios ni nada convincente. La táctica es amenazar con la bancarrota y darse prisa para aprobar sin más preámbulos la «única solución». Así, hace unos meses, el Gobierno aprobó el primer plan de rescate -que no ha creado más que desconcierto- y ha procedido ahora a aprobar el segundo: una nueva vuelta de tuerca en el mismo sentido. Merced a este nuevo plan de austeridad, que nos permite endeudarnos en 12.000 millones más con la llamada quinta entrega del préstamo, se recortan los sueldos y pensiones, se reduce el paro, deja de desgravar lo que antes desgravaba y se aplica una brutal subida de impuestos, que afecta de manera especial a quienes ganan entre 15.000 y 25.000 euros anuales. Por poner algunos ejemplos, se aplica un 23% de IVA a zumos y refrescos, se duplica el impuesto de circulación de vehículos y se suben los impuestos del gasóleo de calefacción en un 185% para las familias y en un 1.861,9% para las empresas. Además, en un gesto de altruismo, se obliga a pagar también una nueva tasa llamada «tasa solidaria».

La reacción comenzó hace más de año y medio y cada día está más generalizada. Los argumentos en contra de este plan, que entonces parecían ideas radicales, son ya opinión común de un amplio sector de la ciudadanía. En 2010, ha habido en Grecia más de 700 movilizaciones, y 2011 avanza al mismo ritmo hasta culminar con la ocupación permanente de la plaza Syntagma desde hace más de un mes y con la huelga general de 48 horas -la más larga que ha conocido Grecia- mantenida esta semana mientras el Gobierno aprobaba el plan de rescate y la ley que lo ejecuta.

El martes y el miércoles pasados, decenas de miles de personas estuvieron presionando en las inmediaciones del Parlamento para que el plan no se aprobase. Incluso en el Parlamento europeo comienza a haber voces discrepantes sobre la eficacia y la justicia de este proyecto, pero el Gobierno de Papandreu se ha alzado en paladín de la causa y ha conseguido aprobarlo tras un desesperado enjuague numérico para conseguir por los pelos la mayoría necesaria de votos. No ha querido asomarse a la ventana para ver que, desde hace ya tiempo, gobierna de espaldas a la ciudadanía, de espaldas incluso a una gran mayoría del electorado que en su día lo legitimó con su voto en el poder. La respuesta a ese clamor que viene de la calle es la obcecación y los gases. Entre tanto, a los telediarios del mundo llegan, de vez en cuando, las imágenes convulsas de agitadores e infiltrados que, con su violencia, favorecen la actuación policial y el desalojo de las calles y afean la vigorosa, pacífica y permanente protesta de los ciudadanos. El pueblo está dispuesto a hacer sacrificios, pero se ha dado cuenta de que, con este plan, sus sacrificios no van encaminados a subvertir un sistema perverso, sino a alimentarlo.

No perdamos de vista que toda esta agitada reacción la ha suscitado hasta el momento la mera perspectiva de lo que se avecina. A partir de esta semana entramos en la fase de aplicación, y la reacción se va a intensificar. Dudo mucho que el pueblo se retire a casa a pagar. Primero, porque no quiere, y, segundo, porque no puede. No le llegará el dinero.

Como este plan viene de Europa, resurgirán en los próximos meses reacciones nacionalistas de todo signo que minarán de nuevo la cohesión de Europa y que pondrán de manifiesto que, en realidad y tristemente, después de tanto tiempo y tanto esfuerzo, Europa no ha conseguido aún ser un proyecto progresista y solidario.

Si Grecia llega a pagar esta deuda que ahora contrae, será durante mucho tiempo un país sumido en la caquexia y colonizado por los agentes de la globalización económica. Por todas estas razones, en Grecia habrá una rebelión. Y ojalá se sumen a ella los espíritus más progresistas de Europa. Ojalá se globalice también la resistencia. Ojalá se ataque de una vez por todas la raíz del problema. Porque si no, cuando las fuerzas económicas y financieras hayan conquistado por completo el poder, desaparecerá la política como ejercicio de soberanía, la democracia será una grotesca quimera y, gobierne quien gobierne, todos seremos esclavos de un puñado de magnates del dinero.