Por eso el «Asturias es España» que luego hizo fortuna como lema de reafirmación regional no cuajó políticamente dentro de un mensaje de reivindicación regional y hoy pasa desapercibido, confirma Bernardo Fernández, «cuando los historiadores analizan los movimientos regionalistas en España». Puede que fuese, continúa él, por aquello que en 1915 escribió José Ortega y Gasset, porque «Asturias se siente región, pero no se sabe región».

Y eso que no hubo en su día un único regionalismo, sino muchos. Álvarez-Cascos citó el sábado el de la «Doctrina asturianista», pero también su contemporáneo de la «Liga pro Asturias», el de Nicanor de las Alas Pumarino -«más realista» al decir de Bernardo Fernández- y mencionó el reformista de Melquíades Álvarez o los pronunciamientos de Ramón Argüelles o Sabino Álvarez-Gendín. Xuan Xosé Sánchez Vicente, fundador y presidente del Partíu Asturianista (PAS), asegura que el nuevo presidente del Principado se remite a «un regionalismo muy españolista», marcado por la «defensa de intereses particulares dentro del espíritu castellano-centrista», «forgaxina», define al final, con «poca intensidad regionalista y menos nacionalista». Puestos a rescatar el pasado, por lo demás, él opta también por Melquíades Álvarez, cuando en un discurso en el Congreso de los Diputados en 1918 reaccionó contra el concepto de regionalismo de los carlistas que lideraba Vázquez de Mella asignando a Asturias la condición de «personalidad muerta» y afirmando que «resucitar en Asturias un regionalismo político es pretender resucitar un cadáver».

Sánchez Vicente ha escrito también que aquellos primeros movimientos «efímeros» germinaron en una España muy concreta donde «la autonomía municipal y provincial era escasa» y sus postulados planteaban en realidad «reivindicaciones de democracia directa y anticaciquil compartidas por todos los partidos renovadores contra la vieja maquinaria del sistema de la Restauración». Adolecen esos primeros movimientos, concluye, de cierta «endeblez teórica» y de alguna «desconfianza hacia las señas de identidad culturales, lo que no sólo los hace movimientos sin arraigo histórico, sino que los convierte, por definición, en antipopulares -en los dos sentidos de la palabra: contrarios a lo popular y mal vistos por la gente popular- y de difícil capacidad de resistencia a los avatares políticos internos y externos».