Arquitecto

Oviedo, Pablo GALLEGO

Tiene sobre sus hombros la responsabilidad de diseñar la ampliación de la Castellana, que vertebrará el nuevo norte de Madrid. También el desarrollo del nuevo planeamiento urbano de la isla de Lanzarote, después de haber firmado los planes territoriales y generales de media España. El arquitecto José María Ezquiaga (Madrid, 1957), Premio Nacional en 2005, ha estado vinculado al urbanismo desde el inicio de su actividad profesional. Por eso sabe que la austeridad que reina en estos tiempos de crisis no debe estar «reñida con el diseño». Profesor titular de Urbanismo en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, Ezquiaga participó en Oviedo en una de las jornadas del curso «Medio ambiente, paisaje y ciudad» organizado por el Colegio de Arquitectos de Asturias. A sus ojos, la ciudad es «un gran laboratorio» en el que experimentar cómo deben ser las urbes del mañana.

-¿Arquitecto o urbanista?

-Yo defiendo que el urbanismo es un ámbito donde trabajamos profesionales de especialidades muy distintas. Yo soy un arquitecto que trabaja en urbanismo, con la peculiaridad de que también soy licenciado en Ciencias Políticas y Sociología; así que me interesan mucho los procesos sociales.

-¿Y ese interés suyo influye a la hora de pensar una ciudad?

-No sostengo que el urbanismo y la ciudad sean solamente una derivada automática de los procesos sociales, sino que es la actividad humana en su sentido político, el de Aristóteles, la que hace la ciudad. Cuando hay un proyecto que implica transformar las ideas humanas en formas espaciales podemos hablar, en general, de arquitectura.

-¿A todas las escalas?

-En la microescala y en la gran escala. Muchos de los grandes maestros de la arquitectura se han desenvuelto con mucha soltura y desparpajo entre ambos extremos, cosa que hoy en día no es nada fácil. Sobre todo, por la normativa.

-Elija uno.

-Le Corbusier. El mismo personaje que era capaz de realizar mobiliario doméstico o levantar lugares emblemáticos como la capilla de Ronchamp diseñaba planes urbanísticos de gran escala, como el de la ciudad de Bogotá. Planes de ciudades reales, no sólo planes urbanísticos a modo de gran proyecto arquitectónico, como los que hizo en la India. En España esos requisitos los cumple un personaje casi contemporáneo del gran ilustrado local que fue Jovellanos: Juan de Villanueva.

-Autor del Museo del Prado...

-... y arquitecto municipal y arquitecto del Rey. Revisaba las licencias de edificación para que fueran correctas y, además de grandes obras hizo, por ejemplo, la ordenanza municipal de protección contra incendios. Personajes como Villanueva, o como los arquitectos municipales del XVIII y de principios del XIX, eran capaces de trabajar en urbanización, en arquitectura de la más emblemática y solemne, y al mismo tiempo en cuestiones que hoy consideraríamos técnicas. Para ellos no había esa discontinuidad entre arquitectura y urbanismo. Trabajaban en ciudad.

-¿Hay que recuperar esa idea?

-Claro, porque de la confrontación entre arquitectura y urbanismo lo que está resultando es una elusión por parte del urbanismo de los problemas espaciales reales. Las personas no vivimos en planos normativos, ni en realidades virtuales, sino en la ciudad real. Cuanto más arquitectónico y comprometido con el espacio es el urbanismo, más se acerca a las personas. Hay que reconciliar urbanismo y arquitectura. Ésa es una de las tareas pendientes que tiene nuestro país.

-¿Por qué hacemos ahora menos ciudad que antes?

-Viene favorecido por el sistema de producción y por la legislación. Muchas veces se elabora el plan del territorio, con servicios e infraestructuras, sin tener una visión de cómo va a ser vivir ahí. Hemos pasado de un plan de ciudad para defender los bienes públicos, pero sin forma arquitectónica, al plan parcial, que sí la tiene, pero que en gran medida es un plan inmobiliario.

-Y eso implica...

-Básicamente que la forma no la marcan las necesidades de ciudad, de espacio público, sino los productos inmobiliarios. El edificio es, hoy por hoy, autista respecto a la ciudad, ajeno a ella. Los arquitectos dicen que los encargos que les hacen son muy limitados, que no les dejan desarrollar su trabajo. Charlie Chaplin, en la película «Tiempos modernos», apretaba una tuerca. Hoy producimos la ciudad en una gran cadena de montaje en la que nadie tiene una visión de conjunto.

-¿Y qué propone usted?

-Que la ciudad también se piense en términos de arquitectura real, que la acerquemos a las personas. Es una especie de vuelta al Renacimiento, a tomar el ser humano como medida de las cosas, para reconciliar ambas escalas. Si pensamos en las personas, viviendo en la ciudad, disfrutando de la arquitectura, tendremos el vínculo. Nuestro cliente no es el promotor que nos encarga la construcción, o el alcalde de turno, sino el usuario final, los vecinos que va a vivir ahí, que la van a sufrir o a disfrutar.

-¿Es cierto que las ciudades españolas se están americanizando, que abandonamos el centro?

-Es algo real, y Asturias no es ajena a ello. Tendemos a la dispersión territorial. Antes la ciudad era compacta, estaba circunscrita dentro de unos límites. Ahora el territorio que ocupan las ciudades contemporáneas cada vez se parece más a un mosaico. Yo lo llamo un archipiélago, porque está compuesto de islas relacionadas entre sí por las grandes infraestructuras, pero que no guardan relación unas con otras. Por eso la palabra isla en urbanismo no me gusta mucho. Isla de la Innovación, por ejemplo.

-¿Qué problema le ve?

-Estas islas están concentrando actividades que antes ocurrían en el centro urbano. Antes los juzgados estaban en la ciudad. Ahora están en la «Ciudad de la Justicia», que es una no-ciudad. A la ciudad, cuando es real, no necesitamos ponerle apellidos. Además casi ninguna de estas islas cumple el principal requisito ecológico, que es reducir los viajes y el consumo de energía. El urbanismo de islas sólo puede existir por el automóvil, igual que los grandes centros comerciales.

-Mientras tanto los centros históricos, literalmente, se caen.

-La pregunta que tendríamos que hacernos es si Europa, y sobre todo España, va a pasar por un proceso de pérdida de peso, de densidad social de los centros urbanos como el que se vivió en América. Una de las mayores preocupaciones de los intelectuales norteamericanos es cómo reactivar la vida social en la ciudad y evitar el despilfarro de energía asociado a la dispersión territorial, justo el movimiento contrario de lo que pasa aquí. Este modelo de ciudad que estamos creando, aparte de que rompe vínculos sociales, es muy ávido de energía.

-Ávido de energía y necesitado de territorio sobre el que crecer.

-Ése es otro argumento importante. Cuando el territorio es muy valioso, como el asturiano, ocupar el terreno necesario, ni más ni menos, es un deber estratégico. Ahora es cuando los ayuntamientos están aprendiendo a ver lo que cuesta mantener los gastos corrientes de una ciudad sin los ingresos del crecimiento. Ahora saben lo que cuesta ese modelo disperso de ciudad, que además implica la pérdida de territorio agrícola y de paisaje.

-¿La crisis ha ayudado a repensar nuestra forma de crecimiento, independientemente de que cerrar el grifo de la obra pública se haya llevado por delante un buen número de estudios de arquitectura?

-En el caso español, sin ninguna duda. Durante una década hemos ido a contramano de Europa. El crecimiento inmobiliario español no guardaba relación con la dimensión del país ni con sus necesidades. ¿Cuántas viviendas se necesitan en un país? Pues tantas como familias se van formando. ¿Es España un país en el que se necesitan 80.000 viviendas, como se han producido este último año? No, porque se forman más hogares. ¿Pero se necesitan 800.000? Evidentemente, tampoco. Durante años España ha vivido un espejismo de sobreproducción. Mientras, en otras ciudades europeas los grandes planes eran recuperar espacios ya existentes, reactivar el centro; preocupaciones que en España han estado eclipsadas por el crecimiento a secas.

-¿Ya no hay lugar para arquitectos estrella?

-La arquitectura se ha convertido en mediática, y los proyectos han perdido el arraigo con las necesidades reales. Han terminado convertidos en instrumentos de comunicación, en símbolos publicitarios. Ahora mismo se detecta algo que para los arquitectos es muy preocupante: una parte de la población está asociando los proyectos estrella al despilfarro, y el despilfarro a la crisis. Cuando hace poco un diario hablaba de que los funcionarios de la Comunidad Valenciana iban a sufrir una reducción salarial, la imagen que ilustraba la información no era el presidente regional, sino la Ciudad de las Artes de Calatrava.

-¿Y eso es así?

-Es una relación un poco manipuladora, pero refleja lo que está en la gente, que asocia una cosa y otra. Tenemos que hacer un esfuerzo muy grande por recuperar lo sustancial de la arquitectura, quitarle esa dimensión puramente publicitaria que la ha estado dominando estos últimos tiempos, y volver a lo esencial. Los arquitectos estrella pueden hacer obras correctas y necesarias. Lo que es verdad es que, durante estos últimos años, han realizado obras superfluas o, directamente, socialmente inútiles. Ahí está el pecado: no en la arquitectura, sino en el propio encargo.