Crear un partido y en sólo cinco meses ganar unas elecciones regionales y hacerse con la presidencia de un Gobierno autonómico es una hazaña difícil, muy difícil de conseguir; una gesta que está al alcance de muy pocos políticos, hasta tal punto que en la reciente historia de España el caso protagonizado por Francisco Álvarez-Cascos en el Principado no tiene parangón. Lo logrado por el que fuera secretario general del Partido Popular y vicepresidente primero del Gobierno de José María Aznar es algo tan singular, tan inusual, que quizás haya descentrado a su principal protagonista y le haya llevado a sacar unas conclusiones erróneas de su victoria por la mínima -sí, en escaños, no en número de votos, en donde fue superado por el PSOE- en los comicios del pasado mes de mayo. Que los asturianos, como quedó demostrado, quisieran una regeneración política, ni implicaba ni implica que quien se benefició de aquel malestar se crea siempre en posesión de la verdad absoluta y se olvide de cuál es su auténtico poder, de cuál es su respaldo parlamentario: 16 de 45 diputados en la Junta General del Principado. Sí, puede estar acertado, pero de nada sirve si no convence a los demás de que lo está.

Cascos ha vuelto a demostrar su carisma en Asturias. Pero de carisma sólo no se vive. Es evidente que las elecciones autonómicas de hace siete meses las ganó él, no Foro, la organización que constituyó para concurrir a los comicios. Con su imagen, su trayectoria, su oratoria y su estrategia basada fundamentalmente en intentar acabar con el poder establecido en el PP asturiano le fue suficiente para sacar más escaños que nadie. Hasta ahí, tener o no un partido fuerte era lo de menos. Con él se bastaba, sobre todo teniendo en cuenta el descrédito creciente de la clase política asturiana.

Pero a partir del 22-M todo fue distinto y más aun a partir de julio, cuando Álvarez-Cascos fue elegido presidente del Principado. Gobernar requiere de algo más que liderazgo, precisa de un equipo, de un partido sólido que lo respalde, de gente de confianza con la preparación suficiente para ayudar realmente al jefe del Ejecutivo.

Cascos está demasiado solo. Ésa es la conclusión que se puede sacar de la labor de su gabinete en los últimos cinco meses. O no ha acertado, o no ha podido encontrar a la gente adecuada para desempeñar una labor tan complicada como gobernar en clara minoría. Es una realidad comprobable cada día que comparecen determinados consejeros en el Parlamento.

Pero es que, además, el presidente del Principado cuenta con un problema añadido: nadie de su entorno más próximo se atreve a decirle realmente lo que piensa; ninguno de sus consejeros se arriesga a discrepar, a plantear abiertamente opiniones contrarias a las del jefe del Ejecutivo. ¿Le respetan o le temen? Quizá Cascos debería hacerse esta misma pregunta. Él, que siempre tuvo a gala ser leal con sus jefes, con Fraga y con Aznar, a los que, según afirmó siempre, les decía lo que pensaba aunque supiese que no era lo que querían oír. Haría bien el Presidente en recuperar el concepto de la lealtad bien entendida.