Soy caízo, o sea, puramente terrestre, desde que nací en Sabiñánigo, un pueblo de los Pirineos rodeado de montañas imponentes y donde dicen que el mar estuvo. Eso debió de suceder hace unos cuantos miles de años. Cuando vine al mundo, allí no quedaba ni una gota de aquel primitivo océano aragonés. Ni siquiera podía contemplarse aunque nos subiéramos a la más alta de aquellas torres pirenaicas. Seguí siendo terrestre estricto durante varios años, hasta que un verano de una España todavía en blanco y negro, mi padre tuvo la maravillosa idea de pedirle a un señor muy enigmático para mi mente infantil que nos llevara a conocer el mar. Este señor tenía coche y se llamaba Pardi porque procedía de Pardinilla, un minúsculo conjunto de tres o cuatro casas cercano a mi pueblo natal y que todavía persiste. Tras un viaje de dos días, pues la vida era mucho más lenta que ahora y las carreteras peores, el coche de Pardi nos descubrió a mis hermanos y a mí mismo el mar Cantábrico.

Fue mi primer mar y ahora es mi mar de siempre. Muchos años después, el gran escritor uruguayo Eduardo Galeano describió de manera conmovedora un viaje paralelo de un padre que emprende un largo camino para mostrarle el mar a su hijo. Cuando lo encuentran, el niño queda mudo de pura fascinación hasta que al final acierta a pronunciar apenas tres palabras: «Ayúdame a mirar». Era tal la magnitud de aquello que contemplaba por vez primera que unos ojos solos y sin entrenamiento no podían hacerlo. Y si no fuera porque estoy seguro de que el gran Galeano no conoció nunca al enigmático Pardi ni a mi propio padre, diría que estaba narrando mi particular historia personal.

Pasaron los años, y aunque ya sabía que el mar estaba, seguí siendo terrestre. Comencé a leer y a estudiar para intentar entender las claves de la vida y de las enfermedades, y un tren me llevó a Zaragoza. Me alejé más del mar y de la montaña, y seguí estudiando. Otro tren me llevó a Madrid, y todavía estaba más lejos del mar. De pronto, por sorpresa, conocí a Gloria, y por ella y de manera inesperada empezó el primer viaje inverso de la tierra al mar. Bien sabemos algunos que Borges fue muy certero al decir que todo encuentro casual es en realidad una cita largamente acordada. En aquel primer viaje inverso que me trajo a Asturias conocí Salinas, y después Santa María del Mar, y más allá la playa del Aguilar, y la Concha de Artedo, y el Cabo Vidio, y la playa del Silencio, y también por primera vez el Cudillero mágico. Sucedió así, todo seguido; y fue tal la impresión, que aunque ya no era un niño, también tuve que pedir ayuda para mirar.

Desde entonces dejé de ser terrestre puro o caízo y empecé a convertirme en marino, o sea, pixueto, que creo que viene de piscis, y por tanto del mar, como del mar venimos todos tras el amanecer de la vida. Pero para progresar en ese afán de transformación personal de terrestre a marino fue necesario un largo espacio y un ancho tiempo como diría Ángel González. Por eso he vivido durante más de veinte años a la orilla del mar, en una playa con casas que me ha regalado momentos únicos de armonía, reflexión y silencio, pero que a la vez me ha permitido acudir con frecuencia a sitios tan cercanos como Cudillero, donde he disfrutado de momentos inolvidables.

Al principio, y cuando las responsabilidades eran menores, muchos domingos comimos al sol en el bar de Isabel y establecí sólidos lazos con algunos pixuetos estrictos. Después, enseñé con orgullo asturiano sus calles verticales y su anfiteatro de arquitectura imposible a muchos amigos y colegas de todas las partes del mundo. Incluyendo algún premio Nobel que de pura emoción me pidió que detuviera el coche en plena cuesta para captar mejor todo aquello. La parada me valió una severa advertencia de una guardia municipal que apareció al instante de no se sabe dónde para recordarme que en Cudillero ya no se puede parar en cualquier lugar. Recuerdo que articulé una torpe excusa basada en dos palabras, «premio» y «Nobel», y para mi sorpresa la excusa funcionó. Aquella amable autoridad me dijo que de acuerdo, pero que se diese prisa ese señor tan sabio en aliviar sus emociones, lo cual demuestra una vez más que en Cudillero todavía hay espacio y tiempo para la cultura.

Y así ha sido siempre mi relación con este lugar, continua pero discreta, hasta que un día de verano de hace unas pocas semanas me llamó Juan Luis para decirme que me habíais concedido este honor asociado a la bella palabra «Amuravela». No negaré que al principio me costó aceptar esta distinción, en parte por un pudor que no logro desalojar pero, sobre todo, porque sigo pensando que para mí ahora es tiempo de ofrecer más que de recibir y no debo distraerme de nuestros asuntos genómicos y degradómicos.

Al final, por fortuna, las palabras de Juan Luis, amables y convincentes, quebraron mi primera decisión. Curiosamente, ese día de verano estaba en Inglaterra, en Cambridge, donde tras impartir una conferencia sobre la lógica molecular del envejecimiento ocupaba una habitación de un «college» inglés, muy austera pero con un toque de distinción sorprendente. Aunque de manera inaudita, para el tiempo actual, no tenía televisión, allí había nada menos que un piano. Pero lo realmente simbólico para mí al recordar el día que supe que vendría aquí es que esa habitación inglesa estaba a pocos metros del pub Eagle, donde dos visionarios, Watson y Crick, hace poco más de cincuenta años, anunciaron eufóricos, entre cerveza y cerveza, que habían descubierto el secreto de la vida encerrado en la elegante estructura helicoidal del ADN. Estos primeros exploradores del horizonte genómico abrieron un camino que hemos seguido todos los que pretendemos comprender los lenguajes de la vida, camino que es también el que me ha traído aquí.

Supe también entonces que acompañaría en este honor al profesor Víctor García de la Concha, atento cuidador de palabras y escultor de diccionarios, y pensé que tal vez un observador externo diría que se premian las dos ramas del saber, las Ciencias y Letras. Pero me gustaría advertir una vez más que la cultura es única y en nuestro laboratorio damos ejemplo siendo más de Letras que nadie. Con modestia, sólo somos de cuatro de ellas: la A, la C, la G y la T, las letras de la vida, repetidas hasta la extenuación 3.000 millones de veces para construir los dos metros de vida que ocupa el ADN desplegado en cada una de nuestro trillón de células.

A través de esa gigantesca Biblioteca de Babel que sin duda contiene las claves fundamentales de la vida y de las enfermedades humanas, conversamos intensamente con la Naturaleza, intentado progresar en diversos ámbitos que siempre nos han preocupado. Así, en estos años hemos abordado desde el estudio del cáncer, que parece una epidemia moderna pero que en realidad nos ha acompañado siempre desde el principio de nuestra historia como especie, hasta la exploración del envejecimiento que parece inexorable y que tal vez deje de serlo en el futuro, pasando por el estudio de la evolución humana, ese hecho que una vez pareció imposible, impensable y hasta intolerable, pero que desde Darwin ya no admite dudas. Es de todo este mundo, incomprensible para unos pero fascinante para mí, del que no me quiero distraer, ni durmiendo, como aprendí del memorioso Ireneo Funes.

Gracias a todos los que me han ayudado en este diálogo con la Ciencia y con la vida, a mi familia en primer lugar siempre. A la asociación Amigos de Cudillero en particular y a todos los asturianos en general, que con su discreción, respeto y cariño han hecho de este lugar un marco adecuado para desarrollar nuestro trabajo. A todas las instituciones asturianas, y especialmente a la Universidad de Oviedo por acogerme desde el principio, y a Cajastur por acudir con generosidad e intuición a donde otros no han llegado al apoyar al Instituto Universitario de Oncología que dirige el doctor Carlos Suárez.

En lo particular, gracias a las agencias públicas de financiación nacionales e internacionales y a las fundaciones privadas cuyos comités científicos han juzgado positivamente nuestros proyectos durante todos estos años demostrando algo muy desconocido: la investigación de calidad que se desarrolla en nuestra Universidad no cuesta dinero sino, que además de generar conocimiento, produce riqueza y una buena parte de los fondos que los investigadores traemos desde fuera revierte en beneficio de todos.

Gracias a mis maestros, desde los que me enseñaron a leer y escribir hasta los que, como Margarita Salas, Eladio Viñuela, José Gavilanes, Enrique Méndez, Anders Grubb y Stephen Krane, me dirigieron por los caminos de la Ciencia rigurosa y precisa. Gracias a mis amigos, que me mantienen conectado a otras formas de vida. Pero, sobre todo, infinitas gracias a los que están siempre, los alumnos y los miembros de mi grupo de investigación, los de ayer, los de hoy y los de mañana, porque con su talento y su compromiso me ayudan a mirar los nuevos mares genómicos. Ellos son el mejor estímulo para que cada mañana se renueve mi armonía molecular y así poder contribuir, aunque sea mínimamente, a la construcción de un mundo un poco mejor, menos banal y más honesto.