El próximo 19 de marzo se cumplen 200 años de la publicación de la Constitución aprobada por las Cortes reunidas en Cádiz, cuando más de media España estaba ocupada por las tropas de Napoleón y tanto Fernando VII como su padre, Carlos IV, estaban recluidos en Francia, tras ceder sus derechos dinásticos al emperador francés.

El lamentable papel desempeñado por padre e hijo en la disputa del trono y la poca gallardía que mostraron en la defensa de la corona española frente a Bonaparte generaron un vacío de poder entre los españoles que se opusieron al dominio francés. Las viejas instituciones del Antiguo Régimen, la Junta de Gobierno nombrada por Fernando VII al partir para Francia y el Consejo de Castilla, se mostraron conformistas con las autoridades francesas y ello propició que los liberales alcanzaran posiciones de poder desde las que desarrollaron sus ideas, dando inicio a una revolución que iba a poner fin al Antiguo Régimen.

La Constitución de 1812 fue la expresión legal de esa revolución, pues en ella se reconocía que la soberanía reside en la Nación española (art. 3), a la que se declara «libre e independiente», y que «no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona» (art. 2). Esta declaración respondía a la pretensión de Napoleón Bonaparte, que, para apropiarse del trono de España, había establecido como principio incontrastable que la Nación era una propiedad de la familia real y, bajo ese supuesto, había conseguido en Bayona la cesión de la corona española por parte de Carlos IV y su hijo Fernando VII.

A la Nación pertenece exclusivamente el derecho a fijar las leyes fundamentales, reconoce la Constitución gaditana, al tiempo que la libertad civil, el derecho de propiedad y los demás derechos legítimos (art. 4). También estableció la división de poderes, residiendo la facultad legislativa en las Cortes con el rey (art. 15), la ejecutiva, en el rey (art. 16), y la judicial, en los tribunales establecidos por la ley (art. 17). Ante la ley todos los españoles son iguales, no habiendo «más que un solo fuero para toda clase de personas» (art. 248).

Fue un asturiano, el conde de Toreno, José María Queipo de Llano y Ruiz de Saravia, uno de los primeros que asoció la guerra de la Independencia contra los franceses y la revolución liberal, en una obra clásica y muy bien documentada, titulada «Historia del levantamiento, guerra y revolución de España», publicada por primera vez en París en 1832. José María Queipo de Llano estaba en Madrid el 2 de mayo de 1808 y presenció las atrocidades cometidas por los franceses en la represión del movimiento popular. Posteriormente, el conde de Toreno participó como diputado en las Cortes de Cádiz, en las que se alineó con los liberales.

Otro asturiano, Evaristo Fernández San Miguel, que acompañó a Rafael de Riego en su levantamiento liberal de 1820, publicó en Madrid, en 1836, una obra titulada «De la guerra civil de España». Alude el título a la guerra que, al tiempo que se produce el levantamiento contra los franceses en 1808, se desencadenó entre los españoles que siguieron el partido de Napoleón, los «afrancesados», y los leales o patriotas que se levantaron para defender su independencia, su patria, su rey, «y en la opinión de muchos», escribe San Miguel, «también por sus altares». Independencia, patria, rey y religión fueron, relata San Miguel, «los cuatro gritos que alternativamente o de consuno resonaban en derredor de las banderas nacionales». En esta lucha, cuenta San Miguel, unos sólo pretendían volver al estado de cosas anterior a la invasión. Tal era el objetivo mayoritario de las clases privilegiadas que «prosperaban a la sombra del abuso» y «que debían su crédito y su influencia a la ignorancia popular». También las clases bajas e ignorantes de la masa del pueblo, dice San Miguel, sólo pretendían restituir a Fernando VII en el trono y sacar la religión de los peligros que la amenazaban. Pero había además otro importante grupo de españoles en el que habían penetrado «las luces», «más de lo que era de desear por sus antiguos gobernantes», y en cuyos corazones habían fermentado «las ideas y sentimientos de libertad (y) los deseos de toda clase de reformas». Fueron esos hombres los que reclamaron la convocatoria de Cortes desde un primer momento y emprenderían en ellas las reformas que llevarían al derribo del Antiguo Régimen.

Las Cortes, en cuya convocatoria tuvo un papel muy destacado otro asturiano, Gaspar Melchor de Jovellanos, se reunieron por primera vez el 24 de septiembre de 1810, en la isla de León, en Cádiz. España estaba prácticamente ocupada por las tropas francesas de Napoleón y en esta sesión inaugural sólo pudo estar presente un diputado asturiano, Agustín Argüelles, que iba a desempeñar un papel fundamental en la redacción de la primera Constitución promulgada el 19 de marzo de 1812. En una obra publicada en Londres en 1835 y titulada «Examen histórico de la reforma constitucional de España» afirma Argüelles, sobre la reforma emprendida en Cádiz: «Creer, después de un siglo de experiencia tan costosa, tan amarga, que se pudiese conservar el estado independiente, sin el apoyo de la libertad, era una quimera tal que no merecía ciertamente que se derramase por su causa ni una sola gota de los ríos de sangre y lágrimas en que estuvo la nación para ahogarse. (...). La reforma era por tanto parte esencial de la misión de aquel congreso...».

Independencia y reforma fueron las dos banderas que levantaron los liberales y que plasmaron en la Constitución de Cádiz. El primer acuerdo que tomaron los diputados reunidos en la gaditana isla de León, en la jornada inicial, fue declarar que en aquellas Cortes generales residía «la soberanía nacional». Esta declaración de principios era un cambio radical con todo lo anterior. Ya la propia elección de diputados, con carácter nacional y proporcional a la población, y no por estamentos y por ciudades, como se venía haciendo a lo largo de los siglos anteriores, supuso otra gran innovación de carácter democrático. Otra novedad fue la libertad con la que debatieron los diputados reunidos en Cádiz, no sometidos a la tiranía del voto imperativo con el que acudían los procuradores en las Cortes anteriores. Fruto de esa libertad en la exposición de las ideas fue la aprobación, apenas mes y medio después de su apertura, el 10 de noviembre de 1810, de la ley de libertad de imprenta.

«La Pepa», apelativo con el que se conoció la Constitución de 1812 por su publicación el 19 de marzo, festividad de San José, tuvo una corta vigencia, desde esa fecha hasta el 4 de mayo de 1814, en que fue revocada por Fernando VII a su vuelta a España. Nuevamente fue promulgada el 10 de marzo de 1820, tres el levantamiento de Riego en Cabezas de San Juan, y estuvo vigente hasta el 1 de octubre de 1823, en que Fernando VII restauró nuevamente el absolutismo. No obstante, el grito de «¡viva la Pepa!» fue a partir de entonces una proclama de libertad que la dura represión fernandina no pudo acallar.

En las próximas semanas vamos a recorrer el camino que los alrededor de trescientos diputados reunidos en Cádiz, entre ellos varios asturianos, siguieron desde el levantamiento contra los franceses hasta la aprobación de la Constitución y las posteriores vicisitudes que acontecieron a ésta y a sus defensores. Es ésta una historia en la que tuvieron particular protagonismo numerosos asturianos, cuya memoria, dos siglos después, conviene no caiga en el olvido.