El abrupto final de la aventura casquiana que supone el llamamiento a las urnas el próximo 25 de marzo -escenificado ante un coro de monaguillos en el que había caras de consternación, pero también de alivio- comenzó a tomar cuerpo desde que las últimas elecciones generales dejaron en evidencia la volatilidad extrema de los apoyos que, en los comicios de mayo pasado, transformaron el personal proyecto de Álvarez-Cascos en primera fuerza de la Junta General. Pero podríamos ir más atrás y sostener que el fracaso de Francisco Álvarez-Cascos como gobernante de Asturias está inscrito en el propio personaje, en su modo intemperante de intervenir en la escena pública, en su ADN político como descendiente del peor Fraga, en el talante de quien impone la pleitesía como modo de relación y, sobre todo, en el empeño de alguien convencido de que la acción política puede sostenerse sólo sobre la propaganda, de que la realidad es apenas una construcción mediática modificable con habilidad y contumacia. En definitiva, el fracaso de Álvarez-Cascos estaba larvado en el temperamento que ha mostrado durante su dilatada trayectoria, quizás apropiado para ejercer de general secretario del PP, pero nada recomendable para gobernar y menos en minoría. Ésa fue la cara que en su retorno a la política se quiso lavar con la memoria (maquillada) del gestor y que muchos, ajenos a la órbita ideológica de Foro, se empeñaron en ignorar a la hora del voto.

Con Álvarez-Cascos se revalida el fragmento en el que Heráclito, en un momento auroral de la filosofía y en un cruce fértil del conocimiento poético con esa nueva manera de entender que entonces se alumbraba, sentencia que «el carácter del hombre es su destino». Queda establecido así el principio de individualidad, la libertad personal para escribir la propia biografía, pero también se cierra la puerta a transferir a instancias ajenas la culpa de lo que nos ocurre. Para entendernos: no dependemos de ningún dictado externo, podemos superar los condicionantes y somos responsables hasta de la cara que tenemos.

La pregunta que surge tras esa, tan moderna como temprana, constatación heracliteana de la capacidad individual para moldear la propia vida es cómo se forma el carácter. Aquí la cosa se complica. Sólo los férreos preceptores serían capaces de sostener, anclados en el viejo determinismo, que sujetarse a normas estrictas proporciona los resultados deseados. Pero tras lo que somos y cómo actuamos hay una suma de factores no siempre bien definidos y quizás irrepetibles más allá de cada caso personal. Resulta complejo determinar si curtirse de joven en el juego duro hasta partirse la nariz prefigura la manera futura de encarar el mundo. Es difícil también calibrar el efecto de apearse, a la edad en la que las convicciones ya están fraguadas, de los indisolubles principios por los que uno se rige en la vida privada y cuya defensa pública ha convertido en ideario.

Sin resolver esas dudas, lo que queda ahora en evidencia es la falta de grandeza de un hombre incapaz de sobreponerse a su carácter que convierte a toda una región en víctima de su destino.