A Manolo Otones, que llevaba el topónimo de su pueblo natal como si fuera un magnífico rey godo, no le gustaba el frío. Aún tenía muy vivo el recuerdo de los gélidos muros de sus prisiones españolas, de Burgos a Soria, donde el franquismo trató inútilmente de acallar su vozarrón de minero langreano. Mientras pensaba ayer en éstas y otras confidencias suyas, al tiempo que sus camaradas le despedían en Cabueñes, cubierto el féretro con las banderas a las que fue siempre fiel, recordé sus esforzados días de luchador a pecho descubierto. Esa roja insignia del valor nadie se la podrá arrebatar. Tampoco la inteligencia histórica que tuvo al entender, cuando muy pocos se paraban a meditar el significado de algunas palabras con las que se allanó luego el camino de la democracia española, la necesidad de una reconciliación con justicia, sin amnesia.

Tras su rotunda apariencia de brezneviano del Politburó, se escondía un asturiano largo que fue capaz de hacerle a Franco, en 1957, una de las primeras huelgas contra la dictadura. Tuvo el mérito, tras el aplastamiento de los últimos guerrilleros, de ver la urgencia de un nuevo tipo de lucha pacífica, de masas, basada en alianzas amplias. Y de ponerla en práctica. Fue así, junto a un puñado de indomables, uno de los catalizadores del poderoso movimiento obrero que surgió de las movilizaciones de los años sesenta. Ahí está su enseñanza.