Que resuma J. Lugrán, si es capaz, este disparate chiripitifláutico en el que me perdí, aunque no tanto como él. Para lo que pagan por resumir presunto humor menor hecho con prosa inferior me voy a casa y que lo haga el siguiente, a mitad de precio, con la reforma laboral.

Noche helada de Carnaval avilesino. En lo alto del auditorio del Niemeyer, Álvarez-Cascos, en calidad de sí mismo; Gabino de Lorenzo, en representación de Mariano Rajoy por su condición de delegado del Gobierno y de sí mismo como caciplón del PP en Asturias. Pelayo Roces y Alberto Mortera, apurridores. José Ángel Fernández Villa, padrino común y juez en la disputa. Un notario que dará fe y levantará acta. Tres agentes de la CIMA (Central de inteligencia del SOMA-FIA-UGT) y yo, Tenderino Bajo, investigador privado que, atendiendo una amenaza de que el Niemeyer podía volar encontré como responsable del equívoco mensaje a una ufóloga loca y me di de bruces con este disparatado duelo final entre la derecha de toda la vida democrática y la derecha de toda la vida democrática ahora ampliada en proyecto transversal.

Cuando Villa proclamó que, si cada contendiente tenía preparado a su paladín, podía empezar el duelo, Roces y Mortera alzaron las telas y descubrieron unas jaulas que abrieron y, cada uno de ellos, sacó, sostuvo entre sus manos y mostró un ejemplar de gallina nueva, medianamente crecida, que no pone huevos o que hace poco tiempo que ha empezado a ponerlos.

-La mía ye de caleya de Benia, informó Gabino.

-La mía se crió libre en el pasillo de un piso en Santander, apuntó Cascos.

El notario tomó nota de las denominaciones de origen.

Cuando empezaron los alardes, comprendí todo.

-La mía es más grande.

-La mía, más gorda.

-Más te costará levantarla.

-No, porque se mueve mejor.

-Mira qué hermosa.

Inicié el descenso, usando manos y pies y culeando, dejándolos allí. Era deprimente pensar en todos los daños que habían provocado, y no por primera vez, aquellas personas sólo por una competición de lo que el diccionario define como gallinas nuevas, medianamente crecidas, que no ponen huevos o que hace poco tiempo que han empezado a ponerlos.

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Me levanté cansado y desanimado por el fiasco del «caso Niemeyer». A media mañana telefoneé a Pilar Varela. La tranquilicé respecto a su temor de que el Niemeyer saltara por los aires y le pedí hora para que me recibiera y explicarle mis investigaciones. A media tarde. Me dejaba mucho día por delante.

Rescaté de entre los libros y el ordenador a Kaveda Inava, sin cuya ayuda informática no habría podido resolver el fiasco, y le propuse un día sabático.

Lo llevé a un conocido restaurante-sidrería de Avilés del que comentó que, siendo muy asturiano, tenía un nombre que sonaba a chino. Quería invitarle a la ceremonia de la sidra -en japonés, echai- que tiene su cenit en el escanciado, un trastorno obsesivo compulsivo alrededor de la acción de beber que los asturianos han convertido en tipismo.

En el comedor, Kaveda usó la dura silla sidrera como reclinatorio y me observó con el cuerpo algo inclinado, en señal de respeto, y la cabeza alzada, en señal de atención.

Sujeté la botella con los dedos índice, corazón y anular de la mano derecha, por la parte de arriba, y con el pulgar por la de abajo. Tomé el vaso con la izquierda, sosteniéndolo con los dedos pulgar e índice, dejando el corazón en el fondo y el anular y el meñique recogidos, agarrando el corcho. Alcé la botella sobre mi cabeza con postura recta pero no rígida. Estiré lo más posible el brazo del vaso, al centro del cuerpo. Basculé levemente la botella y comenzó a caer el chorro rubio en el extremo del vaso.

-Tsuena akampanina.

Se manifestó el seishin (espíritu) del carbónico. La sidra abrió y espalmó.

-Veseke noyemagaya, aprobó Kaveda en astur-japonés.

Hice un culín de 120 centilitros. Le acerqué el vaso, retirando el dedo pulgar, y él lo tomó con gesto reverencial. Respiró al llevarlo a la boca y lo bebió de un trago.

-Me recuerda la niebla en los manzanos en flor, valoró Kaveda.

-Hay que decírselo a Garrido para que lo añada a su cartel, junto a «méxase bien» o «ye barrigona». ¿Te gustó de verdad?

-Tapadai.

Repetimos la ceremonia de la sidra una caja entera, kagunsuma. Al acabar la primera botella, Kaveda pidió comida japonesa: zen toyo, andarika, Ori zio sinavayes...

Cuando el camarero -chaleco negro, camisa blanca, pantalón negro, chiruca puerca- llegó con las bandejas, Kaveda, en estado bélico, las recibió con grito suicida:

-¡Fartai!

Cuanto más bebía, más olvidaba el castellano y más hablaba astur-japonés. Charlamos de todo. Al hablar de Mortera le expliqué el concepto de «tránsfuga político» que tradujo como «sikojo jiro». Al hablar del poder del líder del SOMA-FIA-UGT en las Cuencas encontró un paralelismo en el Japón feudal con el shogun, gran general apaciguador de los bárbaros, y para referirse a José Ángel Fernández Villa al japonés lo llamó el «shogun Mimanto».

La sidra lo abrió: le gustaba Asturias pero que echaba de menos a su novia, Soni Akudakaja, dependienta en un Zara de Tokio. Por ella había venido a Asturias. El afán de Kaveda era entrar en la empresa de Ortega y llegar a ser un alto ejecutivo. Vio dónde estaba la sede y buscó una ciudad cercana en la que aprender el idioma del fundador. No supo distinguir entre Galicia y Asturias y eligió Oviedo porque le sonó japonés, ya que Edo fue la capital de Japón durante siglos.

Algo tambaleante y muy risón de cosas que no pude entender, preguntó dónde estaba el servicio. Le acompañé para que no se perdiera. Ante las dos puertas se volvió, los ojos rendijas, y dijo:

-Meshesaki, o sea urinario. Urinario masculino, Meshesaki ho. Urinario femenino, Meshesaki ne.

Se cerró en el masculino. Los ruidos del interior me hicieron pensar que o entraba un tsunami por la taza del wáter o la mezcla de marisco y sidra no le habían sentado bien.

-¿Estás bien?, pregunté a través de la puerta.

-Kagoawa, que significa diarrea, respondió con voz débil y apurada.

Era una mala noticia para mí. Para no restar solemnidad a la ceremonia de la sidra no había ido al servicio ni una sola vez. Estaba a punto de reventar. Sentí una mano en el hombro y al volverme vi a una mujer metida en un abrigo, pelo corto, gafas fashion y una de esas sonrisas luminosas que, al apagarse, vuelven sombría la cara entera.

-Qué casualidad, Tenderino, podemos aprovechar ahora para que me expliques el caso, me dijo Pilar Varela, alcaldesa de Avilés.

FIN