La viñeta inicial muestra a Francisco Álvarez-Cascos en la Moncloa, en la agonía del siglo XX y junto a una vacilante Gemma Ruiz. El primer vicepresidente del Gobierno de la historia del PP presentaba a su segunda, pero no última, esposa al matrimonio Aznar. Conforme avanzaba el almuerzo, crecía la incomodidad de Ana Botella, francamente hostil hacia la veinteañera que más adelante triunfaría en «Mira quién baila». La sentencia condenatoria de la primera dama -título que birló a la Reina- inspiró comentarios sobre el poder excesivo que se atribuía, nadie podía ni quería imaginar entonces que alcanzaría la Alcaldía de Madrid, por lo menos. Allí se clausuró la meteórica carrera del político asturiano, degradado a titular de Fomento en la segunda legislatura aznarista. Rato y Cascos se divorciaron y quedaron apeados de la sucesión, nadie concibe una separación matrimonial de Rajoy. El presidente en funciones de Asturias se inscribía en la estela romántica del duque de Windsor, arrancado del trono por la intrusa Wallis Simpson. La segunda viñeta muestra a Cascos en su celda del Ministerio de Fomento, adentrado ya el segundo milenio que su estilo induciría a situar antes de Cristo. Tenía a la vista una fotografía con el Gobierno al completo. Un jugador de equipo más allá de la humillación, salvo que el observador cuidadoso detectaba que se trataba del Ejecutivo de la legislatura anterior, cuando desempeñaba la Vicepresidencia primera. «Esto sí que era un Gobierno», subrayaba impertérrito el ministro, que dispuso de más tiempo libre para seguir casándose. Resulta difícil encasillar al único político de la historia pasada o futura de la democracia ligado por la prensa malintencionada a la introducción ilegal de urogallos. De hecho, costaría encontrar a un solo diputado capaz de identificar a esta joya de la avifauna. Un rara avis. La tercera viñeta muestra a Álvarez-Cascos instalado en la política expansiva que desarrolló Fomento antes de la crisis. Sobraban millones para acometer cualquier inversión. Pudieron comprobarlo de primera mano los responsables de una autonomía, a quienes el superministro urgía a solicitar una línea de AVE para su comunidad. Con la particularidad de que se trataba de los gobernantes de Baleares, que intentaban explicarle con provinciana humildad que el tamaño de Mallorca desaconsejaba un ingenio carísimo, que se hubiera volcado en el mar antes de alcanzar su velocidad punta. Costó disuadir al ministro, harto de pamplinas de gobernantes pusilánimes que no compartían su viril concepción de la política. La carrera de Cascos establece que el poder se ejerce contra alguien. Contra esto y aquello, como en el libro de Unamuno que le hubiera encantado al ministro, si su obsesión cinética y cinegética le concediera un momento de reposo para la lectura. Cuesta imaginarlo en el detenido examen de los cuadros que intermedia su tercera esposa, con la pulsión cazadora de descerrajarle un cartuchazo a la tela abstracta. Al emanciparse del PP arremetió contra propios y extraños, creando una nueva escudería. En la estela de los partidos con patronímico, Ruiz-Mateos y el Gil fueron heredados por las iniciales camiseras de FAC. Por fin, el político irrepetible disponía de una formación a su imagen y semejanza. Un partido de «interés nacional», según la expresión que acuñó para salvaguardar la cita con el fútbol televisado como si fuera un urogallo en extinción. Cascos iba a ser el Fraga de Asturias. Había elegido clausurar su carrera política -no aceptaría jamás un incidente biográfico ajeno a su voluntad- en el sitio ideal. FAC debutaba, hace menos de un año, en una de las comunidades más genuinamente izquierdistas según el Centro de Investigaciones Sociológicas. Hasta el 52 por ciento de los asturianos declara que no votaría al PP bajo ninguna circunstancia, una hostilidad difícil de conciliar con una de las regiones mejor dispuestas para apoyar un retroceso autonómico. El ex vicepresidente de Aznar dio con la clave de esquivar a los conservadores tradicionales desde un populismo inconfundible, y que requeriría de una ilustre pluma latinoamericana para su cumplida descripción. PP y PSOE no admiten intermediarios, pero Cascos aprovechó sus insuficiencias para un mandato efímero, saldado con la convocatoria irresponsable de elecciones antes de vadear una crisis sin precedentes. Y aquí se engancha con la primera viñeta, porque los historiadores absuelven hoy a Wallis Simpson de haber forzado la abdicación de un rey de lealtad voluble y con veleidades progermánicas. Dicho de otra manera, sin Gemma Ruiz no hay Zapatero, pero Asturias fue la víctima diferida de una comida en la Moncloa. Y Cascos sigue siendo el eslabón entre Rubalcaba y Rajoy. Heredó del primero y traspasó al segundo el Ministerio de Presidencia.