No debería sorprendernos la capacidad de la actual situación económica para cortar cabelleras políticas. Lo que tal vez sí sea más llamativo y a la vez altamente preocupante es la voracidad con la que puede llegar a hacerlo. Los resultados de los pasados comicios autonómicos, celebrados dentro de la normalidad del calendario democrático en Andalucía y bajo circunstancias de mayor excepcionalidad en el desquiciado escenario político asturiano, muestran la rapidez con la que los proyectos de gobierno se erosionan ante los ciudadanos. La resistencia del Partido Socialista en ambos ecosistemas electorales, apenas unos meses después de resultar barrido en las nacionales, sólo puede explicarse a partir de la acelerada erosión a la que se ve sometida cualquier alternativa de gobierno una vez alcanza el poder.

La crisis actúa como un irresistible agente corrosivo que castiga igualmente a los ejecutivos que emprenden la senda de la reforma con decisiones impopulares como a aquellos otros que, por las circunstancias que sea y con las justificaciones que se quiera, definen su praxis política a partir de la inacción. Curiosa situación en la que moverse o quedarse quieto resulta igualmente contraproducente en términos estratégicos. Al mismo tiempo y sin más necesidad que la de adoptar un discurso reactivo, cualquier oposición puede sentarse y esperar a recoger los resultados del desgaste. Para el partido desalojado del poder, la travesía del desierto se hace más breve y resulta muchos menos convulsa, dado el acortamiento de los ciclos y la rápida recuperación de expectativas electorales.

Desde una visión raquítica del juego político, esta situación de rápido agotamiento de las alternativas genera incluso algunos beneficios a corto plazo. Limita el castigo y, a priori, puede tener como resultado el fortalecimiento de las tendencias endogámicas entre opciones mayoritarias: repartir el poder en cada caso y tratar de evitar la consolidación de «outsiders».

No obstante, el significado de esta situación para el sistema democrático resulta mucho más dramático. En cada ronda de cambio político crece el número de electores que descreen y se convierten en desafectos, pasando a engrosar las filas de la abstención. El ataque al corazón de la lógica de legitimación democrática no se produce en forma de súbito episodio cardiaco, sino más bien de acumulación de colesterol que, poco a poco, se acumula hasta obstruir las arterias.

Y es que el conjunto de la sociedad, incluidos, por supuesto, los partidos políticos, debería considerar con suma preocupación los resultados de unas elecciones que, en número de votos, no arrojan ningún vencedor más allá del hastío ciudadano. En el caso de Asturias, donde casi uno de dos electores llamados a las urnas ha decidido no ejercer su derecho de participación, creo que esto queda absolutamente claro.

Ante el histórico porcentaje de abstención, las distintas opciones políticas deberían mostrar mucha cautela a la hora de celebrar sus pírricas victorias, por mucho que pueda resolverse finalmente, hacia uno u otro lado el problema de gobernabilidad que ha contribuido a deteriorar la crítica situación económica y social de la región a lo largo del último año. Frente a cualquier tipo de fasto, lo sensato sería abrir un profundo ejercicio de autorreflexión; y si éste pudiera ser compartido, mucho mejor.

Insisto en ello: cuando el hastío ciudadano protagoniza unos resultados electorales, no puede haber triunfo para nadie. Desde luego, no para los partidos mayoritarios, puesto que más allá del desplome electoral de Foro, tanto el Partido Socialista como el Partido Popular han sufrido una verdadera sangría de votos (casi veinte mil y doce mil, respectivamente); pero tampoco para las opciones políticas minoritarias que, pese a crecer, deberían preguntarse por qué ni siquiera en una situación de emergencia como la actual son capaces de recibir un mayor transvase de votos.

Dicho todo esto y siendo realistas, no debería extrañar demasiado que la abstención se esté convirtiendo en un indeseado huésped para nuestro modelo de representación democrática. Como viene mostrando el barómetro del CIS, esta traza de esclerosis dentro del sistema se ve respaldada por un creciente fatalismo frente a la situación económica y por la percepción de que la clase política constituye un factor de agravamiento de los problemas antes que una solución.

Se me ocurre preguntar, para concluir, si existe algún modo de detener esta escalada de desafección. En el caso asturiano, y tras la segunda convocatoria electoral en menos de un año, sólo cabe mantener la esperanza de que, esta vez, los partidos políticos tengan la responsabilidad de hacer efectivo el mandato de gobierno que les traslada aquella parte de la sociedad asturiana que aún no ha decidido engrosar las filas del desencanto. Por muy fragmentado y difícil de interpretar que éste pueda ser.