En una angosta callejuela se cruzan en un punto de particular dificultad estos ingredientes: en el plano inferior, la oración devota de los penitentes, las voces de arriero del capataz, apurando su técnica civil para que el paso no tropiece las paredes, el golpeo rítmico de horquillas sobre los adoquines, las instrucciones para la maniobra de un «enterao» castizo, sin soltar el cigarrillo de los labios ni despegar el hombro de la pared, los apuntes sordos de los costaleros, las pisadas en seco de los guardias civiles en gala de la escolta, los comentarios en tres idiomas del público, el ensordecedor golpear de los tambores, el llanto de un niño en su silla que quiere irse a casa. En el plano superior, dos o tres metros más arriba, los rostros inmóviles y sufrientes de las imágenes, mecidas por el balanceo, añorando tal vez la quietud de su capilla. La belleza siempre es así de compleja.