Dos preguntas han rondado la cabeza de los asturianos en el tiempo que va de las elecciones de mayo de 2011 a las últimas convocadas y perdidas por Francisco Álvarez-Cascos. Una seguirá seguramente durante mucho tiempo torturando al electorado que más desea castigar a los socialistas después de doce años en el poder tan infructuosos como frustrantes para la región: ¿por qué las dos fuerzas de la derecha no han sabido entenderse para gobernar en el Principado dejando pasar la oportunidad de hacerlo con veintiséis diputados, una suma de confianza que difícilmente volverán a reunir? Otra, es la inmediata consecuencia del fracaso: ¿por qué con mucho menos respaldo de los votantes y en una situación aritmética bastante más complicada, el propio Cascos intenta hacer creer que ahora, cuando no ha dejado de llover sobre mojado e incluso de tronar, es posible el entendimiento?

La respuesta a la primera de estas preguntas probablemente haya que buscarla en la faceta más destructiva del Presidente en funciones, que ya a finales de la década de los noventa intervino para truncar la posibilidad de un mandato más largo de Gobierno del Partido Popular, abriendo la puerta a la consolidación del arecismo. La segunda, después de lo que Cascos ha venido manteniendo sobre su propio partido al que hasta el último minuto ha acusado de connivencia con PSOE, sólo se puede razonar desde la necesidad o la supervivencia de un político que, después de tensar la cuerda extremadamente y de lanzar órdago tras órdago, intenta agarrarse a un clavo ardiendo, poniendo, eso sí, como es habitual en él, a Asturias por delante de sus intereses particulares, en una prueba más de su flagrante impostura.

Al igual que en la fábula de Esopo el escorpión necesitaba subirse encima de la rana para cruzar el río, Cascos precisa ahora para sobrevivir de los votos del PP, precisamente el partido que intenta destruir y al que por su propia forma de ser no dejará pasar la oportunidad de clavarle el aguijón, aunque ello signifique una vez más el hundimiento de la derecha asturiana. Para intentar desesperadamente el acercamiento a quienes no ha dejado de aguijonear y hasta de embestir desde que fundara Foro, utiliza fingidamente el argumento de que la Presidencia no es lo fundamental en la negociación, pero hasta un niño se daría cuenta de que se trata de una añagaza.

Por más que Cascos necesite del PP, el PP no necesita a Cascos. En primer lugar, porque es presumible que sin el apoyo del original la copia se acabe diluyendo, gracias a aquello de Andreotti de que el poder desgasta mucho menos que la oposición. Y también -esto es muy importante para el inmediato futuro de la organización que dirige Rajoy- puesto que debido a las últimas contingencias, los populares han podido librarse del lastre que en los últimos años les condenó a ser en Asturias la caricatura de un partido, con dirigentes que no estaban a la altura del fiel respaldo de su electorado. Una obra, en cualquier caso, de la que es ingeniero el propio Cascos, ya que ni Aznar, ni Rajoy, ni Rato se ocuparon para nada del PP de Asturias mientras el actual líder de Foro era general secretario en Génova 13, ni tampoco después en la etapa como ministro de Fomento. Para comprobarlo sólo hace falta volver la vista atrás a lo que ocurrió en la etapa de Sergio Marqués. Desde entonces los vicios generados por el ordeno y mando de Cascos no hicieron otra cosa que enquistarse en el partido.

El paisaje después de la batalla ofrece ahora, sin embargo, la ocasión de redimirse. Por un lado, algunos de los dirigentes más incapaces se han ido, alistándose en Foro, y el resto de acomodados en los cargos ha tenido que sacrificarlos el propio PP, obligado a mantener una estrategia de supervivencia frente al político que pretendía sacar rédito del escaso afecto de los asturianos por ellos. Empezando por la espantada del propio ex secretario general, el Partido Popular asturiano jamás ha tenido oportunidad mejor para emprender una auténtica regeneración y un nuevo liderazgo.

Al PP le resulta imprescindible salirse de la destructiva sombra que proyecta Cascos para no tener que apagarse o fundirse definitivamente en ella. Así lo ha entendido hasta ahora Rajoy, que, utilizando sus tiempos y silencios, ha sido el primero en cerrarle el paso impidiéndole encabezar la candidatura del partido que el caprichoso Presidente en funciones quería ver rendido a sus pies y pretende en la actualidad fagocitar. Y, también, lo ha comprendido una buena parte de los electores asturianos de la derecha que con su matizado voto al PP han sabido ver desde un lado de la trinchera política dónde se encuentra la verdadera amenaza. No tardarán en hacerlo muchos otros, pero eso dependerá de en qué dirección sople el viento, si en la de la de la matriz o en la de la copia.

La respuesta del PP ante el nuevo órdago de Cascos es resistir o morir. Si ha resistido hasta ahora no hay razones de peso ante un panorama tan incierto de gobernabilidad, ya asumido por la izquierda, para que no lo deba seguir haciendo, por mucho que una parte del electorado empuje en favor del pacto. Sobre la mesa hay un doble juego por la supervivencia, pero esta vez sólo uno de los jugadores se siente forzado a arriesgar, ya que de ello depende su suerte política personal.