Llegado este punto, se acabó. Basta ya de este absurdo teatro que está convirtiendo Asturias en escenario de teatro del absurdo. Elegir un presidente del Principado, gobernar esta región, un hecho natural desde hace décadas, no puede transformarse en algo tan extravagante. Tuvimos mandatarios de todos los pelajes, casi siempre del mismo color, y con mayor o menor tino. Lo que nunca tuvimos es un espíritu dañino y corrosivo, como el ácido, atrincherado en las instituciones.

Aprovechándose del desencanto por el más delicado momento en la historia de Asturias, utilizando como escudos humanos a miles de asturianos de buena fe abducidos mediante engaños, lo que va a quedar de todo esto es una grave fractura social. El enconamiento enhiesto, la convivencia humillada. Un costosísimo daño en los pilares del que Asturias tardará en sanar. Como cuando una destructiva ciclogénesis barre la tierra y deja a su paso un reguero de ramas caídas y barriadas arrambladas.

Nadie ha puesto en cuestión la autenticidad de los 332 votos que condicionan el futuro de esta región. Nadie sacó esa saca del lado oscuro para inclinar el resultado a su favor, lo cual sí sería invalidante. Pero por la falta de un sello administrativo -que el cónsul vise los documentos- hay que convertirlos en objeto de discordia, en motivo de retardo mientras la región se desangra. Los médicos andan al papeleo y la malherida Asturias, en la cuneta, esperando, si antes no muere, a que alguien la socorra.

Siempre la misma conga: con la primigenia candidatura al Principado, con el viejo subordinado ahora presidente de España, con los antiguos compañeros populares, con el veredicto de las urnas, no importan los sacrificios, los sufrimientos y los tormentos a los que haya que someter a los asturianos con tal de colmar una vanidad narcisista. Con tal de saciar las obsesiones y los intereses personales.

Esta ópera trágica también tiene personajes bufos. Una aguerrida veraneante madrileña, de risitas, anda más preocupada de Asturias, esta nuestra comunidad, que de Madrid, ésa la suya. No pierde ripio para meter, cual Mourinho, el dedo en el ojo a un enemigo, Rajoy, aceptado transitoriamente como jefe por imperativo de las conveniencias tácticas. Al menor síntoma de debilidad, la prima de riesgo, el paro, los impuestos al alza, la deuda, la amenaza de intervención, esta arriesgada prima Esperanza muerde la mano que le da de comer y colma de flores al osado rebelde.

Siempre la misma conga: un grupo de depredadores al acecho, esperando a que en otoño caiga la hoja, se sienten guardianes de la ortodoxia conservadora, infalibles dioses que condenan a los cielos y a la hoguera.

El negro aguafuerte de lo que pasa, como un tétrico cuadro de Goya, está en la actualidad de ayer, aprehendida en una ojeada: por un lado, la política regional convertida en un confuso tumulto, los políticos a lo suyo. Por el otro, el paro escalando a cotas nunca vistas. Las que deberían ser las élites dirigentes dejan abandonados a su suerte a los ciudadanos. Meses y meses perdidos sin rumbo, a la deriva, como un barco de tablillas en mitad de la galerna.

Cien mil votantes que en mayo acudieron a la cita electoral, en marzo, asqueados de tanta inutilidad, decidieron quedar en casa y entonar la canción del abstencionismo. Van camino de la mayoría absoluta. Es un inmenso fracaso de todos, que debería laminar a los soberbios y promover a los humildes. La necesaria refundación arranca por algo simple, sencillo y diáfano: decir la verdad.

Alguien con principios convierte la transparencia en su virtud más visible. Esto es mucho más que un eslogan publicitario. Es una filosofía de la redención. Una forma de entender la vida pública en Asturias y restituir la confianza. ¿A quién le sorprende la desafección cuando los principales líderes aparentan una cosa pero piensan otra?

Al PSOE, como algún militante noble ya ha comenzado a hacer con sinceridad y contundencia, le ayudaría mucho confesar los graves errores pasados, como si practicara terapia de grupo con la sociedad asturiana. Para enterrar la culpa hay que airearla.

El PP no liberará sus traumas y su fantasma encadenado hasta que, demonios, no diga claramente a los electores lo que está ocurriendo: por qué repudia al ex general secretario. Por qué debe desaparecer de la escena regional, igual que un «activo tóxico» -en definición que usó el socialista Javier Fernández- de los balances de la banca. Por qué empezó su declive interno. Por qué su aureola de liderazgo es un espejismo sostenido en mentiras monumentales y la buena educación o la pasividad de los otros, que no se atreven decir en alto lo que expresan con vehemencia en privado.

Los clásicos siempre aportan consuelo. El memorable párrafo que sigue, respetado aquí en toda su extensión por su innegable oportunidad y su frescura para inspirar a la clase política asturiana en busca de la transición pendiente, corresponde la «Autobiografía» del filósofo inglés John Stuart Mill (1806-1873), más o menos en aquel tiempo de la Revolución Industrial.

«En el folleto "Pensamientos sobre la reforma parlamentaria" yo había dicho, con bastante brusquedad», escribe Stuart Mill, «que las clases obreras de Inglaterra, aunque diferían de las de algunos otros países en que se avergonzaban de mentir, eran, sin embargo, generalmente mentirosas. Un adversario mío puso este pasaje en una pancarta, y me lo presentó durante un mitin que estaba compuesto fundamentalmente de obreros, preguntándome si yo había escrito y publicado aquello. Inmediatamente respondí: "Sí, yo lo hice".

»Apenas estas palabras habían salido de mis labios cuando un rotundo aplauso resonó entre todos los presentes. Resultó evidente que las clases trabajadoras estaban tan acostumbradas a esperar medias palabras y evasivas de quienes querían ganar sus votos que, cuando en lugar de eso, se encontraron con un reconocimiento explícito de algo que con toda probabilidad iba a serles desagradable, dedujeron, en vez de ofenderse, que la persona que hablaba era alguien en quien ellos podían confiar. Nunca he tenido noticia de un ejemplo más convincente de lo que, según pienso, saben por experiencia los que conocen a las clases obreras: que la más esencial recomendación para obtener su favor es dirigirse a ellas con la más absoluta sinceridad».

El espectáculo debe concluir antes de que el escarnio quede consumado, y Asturias convertida para los de fuera en una ininteligible grillera. Hay que tener valor para decir la verdad, pero decir la verdad tiene mucho valor. Si el socialista Javier Fernández Fernández o la popular María Mercedes Fernández González, Cherines, prueban algún día a poner la verdad por delante, quizás hasta ellos mismos acaben por sorprenderse del efecto benéfico que provoca en la ciudadanía. Cuando obren así, poco importará lo que digan los jueces o a quién vayan a atribuir un escaño bailón.