La razón es porque, como dizen los philósophos, la conservación de una cossa es su continua producción, y se reputa el conservar por lo mismo que producir, y lo mismo es estar conservando una cossa que estarla siempre produciendo.

Arte general de grangerías (1711-1714) (Fray Toribio de Santo Tomás y Pumarada)

Desde que lo sentenció el marqués de Villaviciosa a principios del siglo XX, en su búsqueda de la naturaleza «virginal», el mantenimiento de cualquier actividad económica, incluyendo, por supuesto, la campesina, es incompatible con la conservación. Por increíble que pueda parecer, esa idea -que no era sino una creencia acientífica convertida en dogma- acabaría por ser elevada a la categoría de principio inmutable y consolidarse como el principal argumento de una doctrina conservacionista que segregó producción y conservación, ecología y economía. Una doctrina que, en esencia, sigue viva en el parque nacional de los Picos de Europa casi cien años después.

¿Por qué el marqués y el fraile -por cierto, nacido en La Riera, Colunga- cuya cita encabeza este artículo tenían visiones tan opuestas sobre el significado de la conservación? Pues, porque el primero era un destacado miembro de la oligarquía industrial y el segundo un campesino trasmutado, como tantos, a cura. Porque el primero era consciente de la capacidad destructora de la economía industrial basada en un recurso de fondo -el carbón- y el segundo, por el contrario, lo era de la capacidad regeneradora de la economía campesina basada en un recurso de flujo, el sol. Porque el primero sabía que la producción industrial generaba efectos negativos para el entorno -externalidades, las llaman los economistas- y el segundo sabía que, bien regulada, la producción campesina los generaba positivos. Porque el primero no conocía otra economía que no fuera la de producción industrial y el segundo no conocía otra que no estuviera vinculada a la tierra.

El economista José Manuel Naredo explica, más o menos, que la larga relación histórica entre la economía y la naturaleza se rompió cuando ésta quedó seducida por la arrogancia del capital y su potente aparato industrial. Y siguen juntos todavía, aunque como matrimonio mal avenido: el capital hace tiempo que levita sobre la realidad, y la economía se ha vuelto ludópata y no sale del casino.

Por su parte, la idea de la conservación de la naturaleza tuvo durante la segunda mitad del siglo XX, en un contexto dominado hasta el último resquicio por el pensamiento industrial, dos concepciones diametralmente opuestas: la que proponía la sucesión biológica -que se llevaría el gato al agua en España- y la que abogaba por la renovación, que encontraría mejor acomodo en el resto de Europa occidental tras la II Guerra Mundial de la mano de las humanidades y el pacto entre ciencias sociales y naturales.

La sucesión biológica -la que quería el marqués- se podría definir como los cambios que experimenta un ecosistema en ausencia de cualquier intervención humana. Los parques nacionales españoles, a diferencia del resto de Europa, concibieron la conservación desde ese punto de vista. Paradójicamente, esta estrategia de «conservación» comenzó a triunfar, sin pretenderlo, también fuera de los parques nacionales -los recintos acotados para los que había sido concebida- cuando el desarrollismo vació los campos y el territorio entró en deriva empujado por la sucesión. Por tanto, en puridad, la sucesión no es una estrategia de conservación, en el sentido de que no mantiene el estatus del paisaje, sino que alienta que se convierta en otro distinto, y cuanto más alejado de la cultura y el hombre, mejor. Alguno de los riesgos que conlleva esa naturaleza en proceso de abandono y sucesión, en el contexto actual de una sociedad urbana en difusión que literalmente echa chispas se traduce ahora en la proliferación de grandes incendios precisamente en las zonas más abandonadas del país. Desaparecida la gestión campesina, lo urbano y el monte -uno en difusión y el otro en sucesión- han empezado a chocar violentamente cada vez que se encuentran.

La renovación biológica -la de fray Toribio-, por el contrario, pretende conservar la forma en la que se expresa la naturaleza conforme a un estatus paisajístico determinado y necesariamente intervenido por el hombre. En este caso los ecosistemas se conservan porque son atendidos por una comunidad humana, y por ello cultural, y gracias a ello pueden alcanzar un alto grado de diversidad biológica y paisajística. Los modelos campesinos inteligentes gestionaban de forma combinada pequeñas parcelas explotadas intensamente y simplificadas -huertas, cultivos de cereal...- junto con otras también explotadas pero más diversas -prados de siega separados por matos, brezales, pastizales subalpinos, dehesas?- y, finalmente, otras más maduras y estables -los bosques de los grandes árboles-, intervenidas siguiendo ciclos temporales más largos. En definitiva, se trataba de cultivar un poco de todo para que, a ser posible, no faltase nada de nada. Para que la estrategia de conservación por renovación funcione los sistemas locales de gestión deben cumplir dos condiciones: estar sujetos a regulación bajo la advocación de los conceptos agroecológicos de principio y límite, y establecer un modelo económico local viable, apoyado en un sistema de conocimiento pertinente, es decir, en una cultura sólida, organizada y socialmente legitimada.

La principal diferencia entre ambas formas de entender la conservación estriba en que mientras que la sucesión rehúye cualquier intervención económica, la renovación la considera imprescindible. Personalmente, apuesto por la renovación como principal estrategia de conservación de la naturaleza en Asturias, lo cual no implica renunciar a la sucesión de forma puntual y contextualizada. Y por eso creo que la conservación es un hecho de interés económico, y sobre todo político, antes que estrictamente biológico, que es la orientación, a mi modo de ver incompleta, y por ello equivocada, que ha regido la planificación de los recursos naturales en Asturias en los últimos veinte años.

En España, algunos economistas pioneros en combinar renovación biológica con economía aplicada en contextos locales, como Juan Sánchez, que maneja el concepto de «economía de alcance», o Pablo Campos, con su «economía de la conservación» -por no hablar de Naredo o, el más próximo, Jesús Arango-, están tratando de poner los cimientos de una renovada economía regional que vuelve a pensar en la propiedad comunal, en la naturaleza y en las culturas del territorio.

La reconciliación de la economía con la naturaleza no es una simple opción política, es una urgente necesidad política. Hasta que una de las dos ciencias de la casa, la que estudia las relaciones sistémicas entre las partes -es decir, la ecología- no entre en relación copulativa e, insisto, política, con la otra, la que estudia la administración de los procesos productivos y mercantiles que se dan entre las partes -es decir, la economía- no habrá solución para la naturaleza, ni para la sociedad, tanto en la escala global de la biosfera como en la local de la más humilde parroquia asturiana de montaña.

En el ámbito regional, y en lo que aquí interesa, se precisa determinar los «gradientes de explotación» de la naturaleza y establecer los modelos locales de manejo idóneos en cada lugar -teniendo como referencia preferente los vernáculos- para regular los balances entre capitales naturales y réditos de los mismos. Tenemos que aprender a producir localmente sostenibilidad, estabilidad ecosistémica, renta, empleo, paisaje, biodiversidad y comercializar los excedentes expresados en producción agroalimentaria y en los servicios recreativos y ambientales que desde los pueblos se prestan al resto de la sociedad.

Sin la definición de nuevos modelos económicos locales, basados en la conservación por renovación, es decir, sin la «continua producción» que reclamaba nuestro paisano fray Toribio, no habrá manera de conservar la naturaleza asturiana como la queremos algunos: ni cruda, ni pasada, ni chamuscada, sino, exactamente, «al punto». Como un buen chuletón de carne roxa.