La relación de los norteamericanos con la violencia es, por lo menos, extraña. El país ha experimentado un shock paralizante de enormes dimensiones con el criminal atentado de la maratón de Boston, que ha dejado tres muertos y numerosos heridos, pero en cambio se muestra insensible hacia los muertos que, a veces en racimos de cinco, diez o veinte, van dejando los psicópatas con acceso directo a armas de guerra. Tal insensibilidad ha llegado a que hace días el Senado rechazara la aprobación de una ley que, sin prohibir ni limitar la venta de armas que disparan 600 o 700 balas por minuto, autorizaba a que el tendero consultara si el comprador tenía antecedentes penales antes de entregarle la ferretería con aparejos y municiones. Visto lo cual, lo más sensato es compadecer a los muertos, condenar a los que matan, mantenerse a distancia y no intentar entender a pueblo tan raro.