El símbolo más mediático del paraíso natural asturiano y de la cultura de la conservación de la naturaleza se tambalea. Los esfuerzos invertidos en lograr la aceptación social del oso en el ámbito rural y en recuperar su población han hecho que haya muchos más ejemplares que hace veinte años, no sólo en los territorios oseros tradicionales, sino también en lugares donde se habían perdido su huella y su memoria. El oso vuelve a verse y a sentirse: se pasea por los pueblos, ataca colmenas y, en ocasiones, mata alguna res. Nada que no hiciera en los tiempos anteriores al declive que a punto estuvo de hacerlo desaparecer en la cordillera Cantábrica. Nada escandaloso, en coste económico (unas decenas de miles de euros al año), y, desde luego, sin riesgo para las personas con las que comparte su hábitat permanente (población rural) o circunstancialmente (excursionistas, científicos, cazadores). Sin embargo, la alarma social cunde. Vuelve a aflorar la imagen de la alimaña. Puede parecer algo baladí, pero tiene una gran trascendencia por cuanto supone cuestionar una «especie bandera», un emblema, una marca de calidad del territorio, un motor económico del desarrollo local. En todo eso se ha convertido el oso.

El oso es la imagen más poderosa de lo que queda de naturaleza salvaje en un medio profundamente humanizado. Precisamente, en el encuentro de lo natural con lo cultural, lo transformado y habitado, radica el nudo del conflicto, si es que lo hubiera. Y esta es la primera cuestión que se debe abordar. ¿Es o puede llegar a ser el oso un problema? El número de osos que vive actualmente en la cordillera se encuentra muy por debajo del umbral que aleja a una especie del riesgo de extinción. El oso pardo cantábrico sigue estando amenazado (incluso sin contar con la presión de los furtivos, que aún persiste). Paradójicamente, puede que no haya espacio para más osos, como ha planteado el biólogo Javier Naves, uno de los mejores conocedores de la problemática de los plantígrados en nuestro ámbito geográfico. Es decir, el oso necesitará siempre una consideración especial, una ayuda, para seguir formando parte de nuestra fauna. Y eso incluye, inexcusablemente, su aceptación por parte de la población humana que comparte su espacio, en el que apacienta su ganado, planta sus frutales, instala sus colmenas y disfruta su ocio.

El oso se ha adaptado a convivir con los usos humanos del territorio y sus recursos, aunque procura alejarse lo más posible de nosotros. Debe quedar claro que siempre elegirá (y necesitará) un bosque prístino frente a una braña, y esta antes que una zona afectada por una mina o próxima a un pueblo, aunque conviva a diario con las vacas (casi siempre con indiferencia mutua) y tolere las actividades industriales y el trasiego cotidiano de personas. También está mejor sin turistas que con ellos (un estudio de Naves comprobó en el Parque Natural de Somiedo el rechazo que le produce la presencia humana fuera de los lugares donde es habitual), lo que lleva a poner en cuestión el emergente turismo osero, ante el que se frotan las manos empresas y ayuntamientos obviando la condición de especie en peligro de extinción que tiene el oso y que debiera obligar a la máxima cautela en toda actividad que pueda comprometer su bienestar o el de su hábitat.

Con respecto al miedo a posibles ataques ante la mayor frecuencia de sus visitas a los pueblos y de sus apariciones en concurridas rutas de montaña, se debe antes a la pérdida del hábito de la convivencia en zonas que habían quedado despobladas de osos más que a un riesgo real, muy bajo, a tenor de la información histórica y de las experiencias de la población rural, los guardas, los montañeros y los naturalistas. Se conocen algunos casos de cargas de osos contra personas, invariablemente de osas con crías (que atacan para defenderlas), y pueden darse en ejemplares heridos y/o acorralados. Pero son excepciones. Incluso en Norteamérica, donde los osos pardos (grizzlies) son notoriamente agresivos, el 95 por ciento de los innumerables encuentros entre personas y osos se resuelven con la huida del animal, cuando no con su indiferencia. Aquí abundan los testimonios de contactos pacíficos; puedo contar en primera persona el encuentro con uno, a apenas cuatro metros, con una mata de avellanos como única separación, y el oso echó a correr ladera arriba sin mostrar el menor indicio de agresividad. La convivencia del oso pardo cantábrico con el hombre es inevitable. La clave está en alcanzar un equilibrio entre las necesidades de la especie (que incluyen, como prioridad, la conservación de su hábitat, y no sólo en los espacios naturales protegidos, sino también en los corredores que conectan los actuales núcleos de población y en las áreas de dispersión y de ocupación potencial) y el beneficio o la falta de perjuicios (compensando rápida y justamente los daños) de quienes viven en compañía de osos. Lo contrario, retrotraernos a los tiempos de las alimañas, sería un fracaso, no ya de las políticas de conservación, sino de nuestra sociedad, de la idea de Asturias que se ha construido en las tres últimas décadas.