Siempre me ha sorprendido la cotidianidad de la guerra. Me refiero a la fingida normalidad de la vida de la población civil, a veces al lado mismo del frente, y también a la de la vida cotidiana en el propio frente. ¿Se deberá esa capacidad de adaptación a que en nuestra memoria remota la lucha a muerte formaba parte de la vida o será, por el contrario, que la guerra resulta tan irreal para una mente civilizada que ésta se niega a aceptarla? Sea como fuere, los europeos siguen a sus cosas, como si el jinete de la guerra no hubiera aparecido en el horizonte y empezara a merodearlo, acercándose con la parsimonia y la impavidez majestuosa del destino. Se diría que Europa disimula, para que ese horror posible pase de largo, y las secreciones glandulares del miedo no la atraigan, igual que hacemos ante un perro fiero o la estampa patibularia de un viandante en una calle solitaria.