A finales de junio de 1960, aprobado el examen de ingreso que abría la puerta al Bachiller, Antonio Lanzos emprendió el largo verano con una bicicleta nueva, grande y de chico, con barra. La familia iba a pasar la estación completa en la casa de Nava del Rey, donde el padre tenía 300 hectáreas en las que esperaban ser recolectadas las cosechas de cebada, trigo candeal y garbanzos, un trabajo que se hacía con mulas y duraba todo el verano.

Antonio Lanzos vivía en un piso en la calle Acera de Recoletos, en el centro de Valladolid, con su abuelo, su padre, la tercera esposa de éste y tres hermanos. Durante el invierno, su padre tomaba su Citroën 11 normal de color negro dos veces por semana y recorría los 55 kilómetros hasta la Nava para atender la labranza.

Aunque la familia había veraneado dos o tres años en San Sebastián, los cuatro hijos preferían la Nava porque allí cada uno tenía su pandilla compuesta por chavales del pueblo que pasaban el curso internos en Valladolid y también por hijos de emigrantes al norte que veraneaban con sus abuelos. El pueblo tenía 5.000 habitantes, media docena de automóviles, parroquia basílica, cinco iglesias y un convento.

Los hermanos se llevaban bien aunque estaban muy separados por edad y sexo. Carmen y Marina, hijas de la primera esposa de Antonio Lanzos , tenían 16 y 15 años. Antonio , cuya madre había muerto en el parto, cumpliría 10 en noviembre. Ángel, el pequeño, tenía 7.

Durante todo el verano, en la habitación que compartían los chicos junto a la alcoba de los padres, con sus tres balcones a la calle, protegida de la luz por la orientación al suroeste y los cortinones, la vida empezaba a las diez de la mañana. Si había pasado el churrero, el desayuno era mejor.

Antonio , niño de polo, pantalones cortos y playeros «wamba pirelli», usaba la bicicleta para todo. Salía a recolectar amigos sin suspensos que tuvieran la mañana libre y se iban pedaleando, bajo treinta grados de sol, a la fuente María, a Villaverde, el pueblo de al lado o a El Rayo, la finca de su padre con casa de guardeses.

Comía todos los días en casa de la tía Consuelo, hermana de su madre, que estaba soltera. Después de comer, le obligaba a dormir la siesta. Se iba a la cama con un tebeo de «El capitán Trueno», de «El Jabato» o de «Roberto Alcázar y Pedrín» o una novela de Emilio Salgari. Su abuelo le había dicho tres años antes que los tebeos eran para niños y que él ya tenía que empezar a leer novelas. Empezó por los dos tomos de «El Hombre de fuego».

Las novelas de Salgari le sirvieron para mantener una conversación especial con Antonio Vieira, unos de los diez chavales de la pandilla, un año más pequeño que él. Vieira pasaba el curso interno en Valladolid y era un pedazo de pan. Vivía en el juzgado, una casa enorme junto al Ayuntamiento.

Por la tarde, después del baño, Antonio se vestía de otra manera, se calzaba sandalias y salía de paseo. Los padres de los dos niños eran amigos y por eso Antonio Lanzos conoció en circunstancias más familiares al juez Francisco Vieira, un hombre de 40 años, mediana estatura, abundante pelo negro, americana sin corbata.

Francisco Vieira, dechado de virtudes, hablaba con los chavales y era respetado por todo el pueblo porque conseguía que las personas en conflicto llegaran a acuerdos. Era ameno, buena persona, cantaba bien y tocaba la mandolina.

Observando atentamente a aquel hombre sencillo y culto, que tenía un buen nivel económico y que se levantaba tarde, se arreglaba, cruzaba el pasillo, llegaba al Juzgado de primera instancia y encontraba poco trabajo, Antonio Lanzos , que ya había abandonado los deseos infantiles de ser bombero, militar o Franco cuando se hiciera mayor, decidió que estudiaría para ser como él. Ignoraba qué había que estudiar para ser juez. Si tenía que hacerse aviador, lo haría. Lo que fuera para ser encantador y respetado como el juez Francisco Vieira.