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Asturama

Aeropuerto a ras de tierra

Un avión pasa en Asturias de media unos treinta minutos entre aterrizaje y despegue, atendido por diez personas - El aeródromo dice cumplir el tiempo de escala en un 95 por ciento de los casos

Hasta la hierba que ahora sobrevuela un CRJ 900 de Air Nostrum, procedente de Tenerife, con la pista a la vista en el aeropuerto de Asturias, ha de estar cortada a un nivel preciso. Si estuviera más alta podría distorsionar las señales de los sistemas de navegación. Todas las alturas importan en este espacio de trece kilómetros de perímetro exterior y 180 hectáreas de superficie que tiene su propio código de circulación, su señalización horizontal y vertical específica y un carné de conducir exclusivo, expedido por el gestor aeroportuario Aena, que aquí ya era por puntos -el máximo es 25- mucho antes de que el modelo se adoptase en las carrereteras convencionales. Que sólo permite circular en coche por el interior del recinto a apenas trescientas personas, a no más de 30 por hora en la plataforma -la zona de estacionamiento, carga y descarga de los aviones- y únicamente habiendo aprendido, por ejemplo, que esa señal roja con dos aviones pintados dentro de un octógono y la leyenda ATC -Air Traffic Controller- quiere decir que a partir de aquí no se puede seguir sin autorización de la torre de control.

Hay un pequeño universo propio delimitado por el doble cierre perimetral de un aeropuerto "mediano" que ocupa el equivalente a 180 campos de fútbol y cobija a 670 trabajadores de sesenta entidades distintas -95 de Aena-, regido en muchos sentidos por su propio código de funcionamiento. La "puerta de Asturias" para el que llega desde el cielo; lo primero y lo último que ven de la región los que la visitan en avión en la definición del director de la terminal, Carlos Domingo San Martín. El vigésimo aeropuerto de España por volumen de pasajeros en junio; uno de dimensión manejable y, según San Martín, puntual: uno que presume de cumplir en un 95,2 por ciento de los casos los tiempos de escala establecidos para las aeronaves, que pasan de media "entre 25 y 35 minutos" en Santiago del Monte desde que llegan hasta que se vuelven a ir.

Es ese el tiempo que comenzará a contar en breve para el vuelo IBE8307 de Tenerife, que ha tomado tierra por la cabecera 11, entrando desde la mar, por donde menos asiduamente entran los aviones a Asturias. Las frecuencias de la dirección del viento son determinantes y la conveniencia del aterrizaje con aire de cara determina una relación de 80 a 20 por ciento. Ocho de cada diez aterrizan desde el Sur, desde tierra, por la cabecera 29 de la única pista del aeródromo asturiano, y sólo dos por su lado opuesto, por donde ha llegado el de Tenerife. Acaba de sobrepasar el "localizador", la hilera de antenas color naranja encaramadas a un pie de hormigón que forman parte del sistema de aterrizaje instrumental, ILS III por sus siglas en inglés. Son sus indicaciones las que guían al avión en condiciones de escasa visibilidad, o más bien la combinación de sus señales con las que envía el "bosque" de balizas coronadas por poliedros verdes, "radomos", que cubre la vaguada previa a la cabecera Sur simulando una prolongación virtual de la pista.

A su vista, San Martín también se felicitará por no haber sumado en lo que va de año ni una sola cancelación o desvío por niebla, con toda la sensibilidad que despierta ese asunto en Santiago del Monte y después de todo lo que ha llovido, y bajado la niebla, sobre este aeropuerto a cuenta de las adversidades de la meteorología. El aterrizaje aquí, abunda el director, "no reviste una complejidad especial. En aeronáutica rige una máxima, o la operación es segura o directamente no es, y aquí tenemos una orografía muy peculiar, pero también toda la infraestructura adaptada a ella".

Un coche amarillo con sirenas será la guía del Air Nostrum de Tenerife hasta su lugar de "aparcamiento" en la plataforma. No lleva ya en la parte posterior aquel rótulo de "Sígame", no hay "Follow me", pero el avión lo sigue. Del turismo descenderá un "señalero" que mediante otro código específico, éste de señales gestuales, encaminará a la aeronave a su sitio. También hay terminales sin señaleros, y en éstas basta con seguir la línea amarilla y negra que, dentro del particular inventario aeroportuario de señales, va de la pista a la plataforma.

El avión está en tierra, pero oficialmente aún no ha llegado. La escala no empieza a contar el tiempo hasta lo que aquí se llama la "hora de calzos", el instante en el que se colocan dos tacos ante las ruedas del tren delantero y, ahora sí, arranca la logística de la asistencia en tierra, que ocupa a unas diez personas por avión. Es la carga y descarga de pasajeros y equipajes y la limpieza del aparato, pero también su conexión a un grupo electrógeno para asegurar el funcionamiento de los equipos de la aeronave, de un camión cisterna para el repostaje o de otro que recoge las aguas sanitarias de los baños. En invierno, la operación incluye el deshielo de las alas para evitar que la acumulación de escarcha altere el perfil aerodinámico del avión y siempre, "cada número determinado de escalas", una revisión mecánica.

Total, media hora contrarreloj. Del Air Nostrum de Tenerife los pasajeros han desembarcado en "jardinera", el autobús casi diáfano que los trasladará a la terminal. Las maletas, y un perro en su jaula, descienden casi a la vez por una cinta transportadora para ser depositados en los carritos en los que serán remolcados hasta las bandas de recogida. La alternativa a la "jardinera", el "finger", es esa pasarela que comunica directamente la terminal con el aparato y que, paradojas del lenguaje aeroportuario, sólo se llama en inglés en España. En Inglaterra es "air bridge" o "jetway".

La premisa que dirige la escala conviene, en todo caso, que lo que el director del aeropuerto está viendo ahora, un avión detenido, es un pequeño anacronismo cuya duración hay que acortar al máximo: "Los aviones no están diseñados para estar en tierra", dice San Martín, "son productivos volando, llevando y trayendo gente". De ahí la conveniencia de acelerar este proceso. Por eso, casi sin acabar de vaciarse, el avión va a volver a empezar a llenarse.

María Jesús Raboso y Pablo Jesús Garrido son operarios de equipajes y físicamente trabajan justo detrás de la pared trasera de los mostradores de facturación. Entre el vestíbulo y la pista, mirando el aeropuerto desde el otro lado. Las maletas del vuelo que está a punto de partir les llegan desde la zona de facturación recorriendo un circuito de cintas transportadoras que la jerga aeronáutica llama "hipódromo". Asturias tiene dos, pero ahora y habitualmente sólo funciona uno, suficiente para las mil maletas al día que soporta la instalación en un día intenso. Aquí se analiza la totalidad de ellas en busca de explosivos en tres niveles sucesivos de examen. Si supera sin indicios de bomba el primer filtro, automático e invisible al operador, el equipaje estará en los remolques del carrito en tres minutos. Si tras el primer análisis hay dudas, la maleta incierta pasará a un segundo estudio tras el que un vigilante parará la imagen del escáner y la examinará. En caso de que aun así persista la incógnita sobre el contenido, la fase tres es una máquina de rayos X, la última antes de avisar eventualmente al viajero para que abra su equipaje.

El queso "explosivo"

A esa última parte del proceso sólo se llega en Asturias "muy puntualmente", pero sucede que estos aparatos analizan masas por su peso atómico y que, por alguna razón, hay algunas materias que se interpretan como sospechosas sin serlo en absoluto. El queso. Se ha dado esa circunstancia de que alguna ley de la composición química ha relacionado accidentalmente el queso con el riesgo potencialmente explosivo.

Aclarados todos los posibles malentendidos, el avión despegará en la medida de lo posible poco más de media hora después de haber aterrizado. Hasta que se despida por radio de la torre asturiana, habrá estado sometido a las señales invisibles de ida y vuelta que sobrevuelan a su vez la instalación. A las del VOR/DME, un equipo medidor de distancia que ayuda al aterrizaje desde su situación a más de un kilómetro al Sur del aeródromo, en el alto de Santo Adriano; a las de radar de superficie, que informa a la torre de todo lo que entra en la pista, o a la red de nueve antenas de multilateración -tres a cada lado de la pista, una en el Cabo Peñas, otra en el alto del Gorfolí, en Illas, y una más en el Pico del Sol (Gijón)- que permite el control de la ubicación de cada avión.

Cuando el CRJ 900, que vino por el Norte, sobrevuele hacia el Sur los postes del ILS, habrá concluido una de las aproximadamente cincuenta operaciones diarias que tiene aquí un día fuerte del verano, de una jornada de temporada alta aeroportuaria situada en el calendario entre los dos grandes "picos operativos" de la instalación, el Festival Aéreo de Gijón del domingo y la entrega de los premios Príncipe de Asturias en octubre. Hay 17 destinos, ocho compañías y el futuro se rige, entre otras actuaciones, por la amenaza de Air Europa de abandonar la ruta a Madrid a partir del 15 de septiembre, por el avance del proceso de entrada de capital privado en el accionariado de Aena o por la necesidad de desplazar el umbral de inicio de los aterrizajes en la pista para cumplir las exigencias de seguridad que no permiten elementos rígidos a 300 metros de la zona de toma de tierra -la Agencia de Seguridad Aérea entiende que las antenas del ILS pueden ser un peligro-. La obra está pendiente de la resolución del recurso que contra la actuación ha presentado el Principado.

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