A las cuatro y media de la tarde de un miércoles, el minibús del colegio y del instituto de A Pontenova (Lugo) traspasa el límite, entra unos metros en Asturias, deja a tres niños en Mousende, el primer pueblo de Taramundi, y se marcha de vuelta a Lugo. Dora, Nela y Antón, de doce, once y cinco años, se suben todos los días al vehículo en Galicia y desembarcan en Asturias, o viceversa, después de un viaje breve que ha cruzado una frontera. Su madre, Rocío Estepa, los espera al otro lado del cartel que anuncia la provincia de Asturias y tras saber de sus progresos con el gallego y abrigar a Antón se los lleva a su casa en El Teixo, a doce kilómetros de aquí, comentando esta rutina anómala como la única fórmula que encontró para armar el rompecabezas de la vida en el campo, para acomodar las obligaciones de su vida laboral y familiar al horario escolar de sus tres hijos. Estudian uno en cada nivel de la enseñanza obligatoria y ella se los lleva a clase en Galicia, y en parte en gallego, porque los horarios y los transportes sólo le cuadran así. A Pontenova es el mal menor que encontró para evitar "un encaje de bolillos que ni las palilleras de Camariñas".

Rocío Estepa, que regenta en El Teixo un albergue con sidrería, que hace miel y conservas de setas silvestres y organiza talleres monográficos para gente de la zona, cambió Langreo por Taramundi con plena conciencia de la dimensión del viraje. Allí fue maestra; allí y aquí era diseñadora de joyas antes de hacerse hostelera de pueblo. Estaba y sigue convencida de que "lo mejor era criar a mis hijos en este entorno", pero ha comprobado que "es muy duro", que "no hay facilidades" y que "si en la ciudad se piden medidas de conciliación de la vida familiar y laboral, ni te cuento las complicaciones que sufrimos aquí". Será el precio de abrir la puerta y ver esto. Está en El Teixo, en el gran edificio de piedra y pizarra que el Ayuntamiento de Taramundi rehabilitó como albergue y al que Rocío y su marido, Aitor Suero, añadieron sidrería y restaurante. En el barrio de La Sela -los otros dos del pueblo, La Fonte y Brataramundi, aguantan con lo mismo, dos casas habitadas cada uno-, el inmueble se eleva sobre un valle en cuyo fondo se intuye el río Cabreira, en el punto donde el cielo se abre a la salida de un frondoso hayedo atravesado por la carretera estrecha y revirada que sube hasta aquí desde Bres.

Era a Bres, cinco kilómetros al Norte, adonde Estepa debería haber llevado todas las mañanas, a las siete y media, a su hija mayor si hubiera seguido los designios habituales de la escolarización en el concejo de Taramundi. Dora, que acaba de empezar la Secundaria, tomaría allí una ruta de casi cuarenta minutos en autobús hasta el instituto de Vegadeo, el destino habitual para los que agotan la Primaria en el Colegio Rural Agrupado (CRA) de Taramundi. "Sólo con que me la recogieran en El Teixo", afirma Rocío, "me habrían resuelto problema". Pero en este punto del medio rural desatendido resultó que desde aquí no había posibilidad de abrir una ruta nueva de transporte, de suerte que el dispositivo de una familia con una hija estudiando la ESO en Vegadeo y dos en Taramundi, una en Primaria y otro en Infantil, sería más o menos así: tocar diana a eso de las seis y media de la mañana para llegar a tiempo a Bres con la mayor y, mientras tanto, si su marido está trabajando, "o bien dejar a los otros dos solos en casa o acarrearlos conmigo en el coche". Por la tarde, recoger a Dora en mitad del horario de comidas del albergue tampoco era plan y, "puestos a meter en el coche a una", matriculó a los tres en A Pontenova, en dos centros distintos, un colegio y un instituto, que dan un tercio de las clases en gallego pero tienen horarios coincidentes. Ahora basta un solo viaje a Mousende en cada sentido al día. Deja a los tres a la vez por la mañana y vuelve a por ellos por la tarde.

Los sacó del CRA de Taramundi "con mucho dolor por los profesores estupendos que dejábamos allí", pero con toda la convicción de que en los siete años que lleva en este concejo ha asistido al progresivo deterioro de la escuela rural. Poco a poco, "en cada curso se iba agrupando un aula más, y al perder unidades pierdes servicios", y los niños experimentan su parte del círculo vicioso de la vida en el campo, esa cadena sin fin que va restando servicios porque pierde gente y pierde gente porque tiene cada vez menos servicios. También a su juicio, así las cosas, el esfuerzo de las administraciones por la repoblación del campo asturiano "es solamente la teoría". El paso pendiente invita a "dejar de escribir discursos y empezar a legislar" en consecuencia.

Lo dice alguien que cambió la ciudad por voluntad propia y no hace tanto, cuando ya la marea iba exactamente en dirección contraria. Rocío Estepa enseña las palmas de las manos, parcialmente encallecidas, recordando el tiempo en que "yo tenía manos de señorita". Era profesora, diseñaba joyas y en un curso de formación empresarial se enamoró tanto de Taramundi que decidió instalar aquí su punto de venta. Funcionó hasta que la crisis mandó parar y surgió la oportunidad de hacerse cargo del albergue. Ahora, cuatro años después, la familia discute un cambio de aires, un retorno controlado tal vez "a una pequeña villa" donde los niños tengan más opciones de elección y no hagan falta tantas estrategias para traer clientes a un negocio asomado a una montaña.

Si se van, eso sí, se llevarán algo de aquí. Dora llegó a El Teixo a los cinco años, Nela con tres y Antón aún no había nacido. Ahora son niños de pueblo "autónomos". Dice su madre que "los urbanitas tendrán otras cualidades, pero éstos saben buscarse la vida". No conocen fronteras.