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El día que murió "Manín"

El melancólico paisaje occidental se convierte en amarga tierra quemada

El puesto de Bomberos en La Caridad. M.LÓPEZ

¿Dónde estará "Manín"? Cuando vio llegar aquel fuego imparable, él, que fue siempre un perro "muy entendido", salió pitando y se metió en el sótano, aterrorizado. Las llamas venían empujadas a patadas por un viento loco. En un segundo todo ardió. El suelo de madera cayó sobre sus menudos huesos. ¿Dónde estará "Manín"? Su dueño lo echa de menos. Manuel Méndez Alonso, Manolín el de Riubón, deambula por el exterior de su casa calcinada, en el concejo de El Franco. Este soltero de 76 años, de ojos claros y bigote de línea fina, quedó sonado. Las palabras de las llevó el fuego. Ha perdido el perrín que tanta compañía hacía. Lo ha perdido todo. Ni siquiera pudo sacar de casa la cartera. No tiene carné ni techo. Quedó con lo puesto y con el dinero que el día anterior había sacado del banco. Tiene el todo terreno azul claro metalizado con el que salió pitando hacia la mitad de un prado. Estaba totalmente cercado por el humo. Subió las ventanillas para mantener respirable el aire del habitáculo y aguantar. Estuvo allí encerrado una o dos horas, viendo su vida arruinarse a toda velocidad. La Guardia Civil lo rescató. "Había chispas bailando por todos lados, parecía el infierno".

Manolín el de Riubón es uno de los miles de asturianos del Occidente que vivieron el sábado una de las peores noches de su vida. En el horizonte, desde la sierra de Boal vieron llegar con el anochecer, un viento a 100 kilómetros por hora cargado de fuego. Cabalgó sin parar. Saltó vaguadas, saltó la autovía, hasta asomarse al mar por Viavélez, sobre la playa de Pormenande. "Mutas muxigas, muito palo encendido". Muchas chispas vegetales incandescentes, dice Juan Carlos González Álvarez, en La Peruyeira. El fuego pasó de largo sin visitar su casa, afortunadamente. A quince metros, una lengua negra y cenicienta ha matado unas cuantas balas de hierba y al tractor de un maderista.

La hermosa costa occidental entre La Caridad y Tapia, siempre tan verde, tan azul y tan blanca incluso bajo la luz tumbada de diciembre, era ayer por la mañana una tierra negra y humeante. Era una tierra de hombres y mujeres que aún mostraban el pavor que sintieron cuando se encontraron, de repente, al fuego llamando a la puerta de su casa y entrando sin permiso. El Occidente es melancolía. Ayer era amargura y miedo.

En San Juan de Prendonés, Raúl Iturralde Iglesias, sobre las cinco y media de la tarde vio cómo el viento "refolgaba" incendiado. Por el techo, de madera y cubierta de pizarra, entraban chispas como un enjambre. Subió al desván con un cubo de agua y estuvo una interminable media hora sin perder ojo a la estructura, atento al mínimo indicio de incendio. A las seis y media, la Guardia Civil lo desalojó. Ayer, a cuatro metros de la puerta de casa, al otro lado de la carretera, estaba el negro límite del incendio.

Mientras Raúl busca las palabras para explicar qué siente, pasa una furgoneta con el rótulo "Salgueiras. Materiales de construcción".

-¿Qué tal, Raúl?

Raúl hace un gesto de resignación. Quien pregunta desde el volante es Alberto Martínez, el propietario de la empresa del rótulo. Está en La Caridad, junto a la vieja nacional. Salvaron la nave, pero el fuego fundió materiales plásticos (cierres y tubos) allí almacenados. Rescataron la maquinaria a tiempo. Alberto lo está contando y a su mujer, Elena Fernández, se le humedecen los ojos. "Lo peor es que no sabes cuándo va a parar el fuego". Exacto: la impotencia ante lo inevitable era lo que ayer se te pegaba al cuerpo, junto a un intenso olor a humo, en el Occidente costero.

En Hervedeiras, Javier Rodríguez Fernández recibe a Javier Fernández. El Presidente ha venido a interesarse por la familia de Casa Bras, que ahora sólo es un esqueleto de muros en pie. Javier saluda a Javier de forma casi maquinal. Repite la secuencia del incendio como si no acabara de creérselo. Cuenta cómo vieron arder unos laureles que hay frente a vivienda y, en un santiamén, las llamas se agarraban al techo. Está tan indignado que apenas puede expresarlo. Se pregunta quién desató semejante marea de humo y fuego. Es lo que quería saber ayer una mayoría de vecinos del Occidente arrasado. ¿Pero quién desató a los perros del viento y la brasa?

En Riubón, la hermana de Manolín, Saturnina Méndez, tiene aún esperanzas de que "Manín" aparezca. Del resto, nada pueden salvar. Las hermosas matas de hortensias que adornaban la vivienda parecen ahora modeladas con ceniza. Cuenta que en 1952, a estas alturas del año, ya hubo un incendio allí. En aquella ocasión, las llamas se lo comieron todo, pero hasta el límite del camino. La casa salvó. Devoraron la madera que su padre estaba a punto de vender. Se quedó sin una pequeña fortuna. Lo habían operado por Pascua y del disgusto, dice Saturnina, murió por Reyes. Entonces, Manolín, con 14 años, se convirtió en el hombre de la casa. Tiró de su madre y de sus cuatro hermanas. Nunca se casó. "Toda la vida trabajando". Manolín, como antes su padre, también estaba a punto de vender un monte de pinos. Otra vez el fuego se llevó la fortuna. Otra vez.

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