Explicando el cambio climático al revés, una investigación liderada desde la Universidad de Oviedo ha certificado la intervención decisiva de las oscilaciones del dióxido de carbono en los cambios de temperatura en la Tierra. Una proyecto multidisciplinar encabezado por Heather Stoll, profesora de Geología en la institución académica asturiana, estadounidense formada en Princeton y Harvard, ha conseguido pruebas capaces de certificar la capacidad del dióxido de carbono para regular el clima del planeta, resolviendo así un debate de largo recorrido en la comunidad científica, dividida entre partidarios y detractores de la sensibilidad de la temperatura global a las alteraciones de las concentraciones de gases de efecto invernadero. Su proyecto, que arrancó en 2009 como el mejor dotado de financiación europea de la Universidad de Oviedo, 1,77 millones de euros a gastar en seis años, acaba de desembocar en la certeza de que un descenso en los niveles de CO2 fue el responsable del enfriamiento del planeta hace 15 millones de años, del mismo modo que el incremento de las emisiones puede hacer lo contrario los próximos decenios.

Este minucioso estudio enseña a ver la Tierra del futuro. "Si no frenamos las emisiones, a finales de este siglo podemos llegar a tener los niveles de CO2 que tuvimos hace 10 o 12 millones de años", advierte Stoll. Y temperaturas más elevadas y mares mucho más altos? Hasta ahora había pruebas del enfriamiento, de hasta siete a nueve grados menos en latitudes medias. Quedaban por identificar las evidencias de sus causas, que ahora se vinculan al descenso del dióxido de carbono. Las causas del desplome, eso sí, "aún está por ver", afirma la geóloga. "Hemos presentado los primeros datos indicando que el CO2 se fue de la atmósfera. La pregunta es adónde".

El trabajo estudia también los mecanismos y la capacidad de adaptación de determinados organismos a las alteraciones de los gases de efecto invernadero. Ha sido incluido en la publicación científica "Nature Communications" y ha alcanzado esas conclusiones mediante el análisis de la respuesta al CO2 de los cocolitofóridos, unas algas unicelulares recubiertas de conchas, organismos microscópicos cuyo diámetro equivale a la décima parte de un cabello humano, que han resultado muy útiles por su extraordinaria y peculiar sensibilidad a las alteraciones del clima y de las condiciones de acidez de los océanos, tuteladas por la mayor o menor concentración de CO2.

Los investigadores han viajado al pasado de la Tierra a través de la observación de los fósiles del fondo del mar, unos del Índico y otros del Atlántico -para que no cupiera duda de que las conclusiones eran fruto de alteraciones globales del clima o la atmósfera-, y con cultivos de las mismas algas producidos en el laboratorio. De los sedimentos, afirma Stoll, "hemos recibido información muy valiosa acerca de los cambios en los niveles de CO2. A través del estudio de las conchas de los fósiles, hemos descubierto de qué modo se han adaptado los organismos a esas oscilaciones".

Como el CO2 es un ácido, explica la geóloga, sería lógico pensar que la acidez podría disolver sus conchas -"hechas de carbonato cálcico, como la de las almejas"- y volverlas más frágiles. Sin embargo, "hemos cuantificado el espesor de los caparazones en los últimos catorce millones años, y nos hemos encontrado con que eran más gruesos cuando había más dióxido de carbono en el océano".

La explicación está en que son plantas, hacen la fotosíntesis y necesitan CO2, por eso las altas concentraciones de este compuesto es buena noticia para ellas. "No se puede decir lo mismo de otros organismos marinos calcificantes que no son plantas, que tienen otras condiciones de vida y sólo encuentran riesgos en el incremento del CO2. Los corales, las almejas?Tal vez deberíamos centrarnos en protegerlos", remata Stoll sobre un trabajo en el que han participado investigadores de la Universidad de Salamanca y de institutos investigadores franceses y estadounidenses además de los científicos de la Universidad de Oviedo Clara Bolton, actualmente investigadora del CNRS, el Centro Nacional de Investigación Científica de Francia; Lorena Abrevaya, Maite Hernández, Saúl González y Ana Méndez.