En una de las escenas más famosas de "Casablanca", el capitán Renault cierra el "Rick's Café" diciéndole a Bogart: "¡qué escándalo!, he descubierto que aquí se juega", y a continuación, en el mismo plano, un crupier le entrega al policía sus ganancias.

Siendo embajador de Venecia en Madrid, Giovanni Cornaro escribió una frase también relacionada con el dinero sucio, pero menos hilarante: "el Gobierno en España es el más perfecto que pudieron imaginar los antiguos legisladores, pero la corrupción de los tiempos ha ido llenándolo de abusos". Si "Gobierno" incluyese a los distintos gobiernos, la frase podría ser de ayer mismo, pero tiene casi tres siglos y medio. La escribió en 1681. La corrupción en España parece ser, por tanto, secular. Pero eso no la justifica. La que se vive hoy no es, como algunos defienden, una versión moderna de la picaresca -ese rasgo antropológico tan español convertido en género literario durante el Siglo de Oro-, sino un síntoma de enfermedad sistémica. La corrupción no anida en una sociedad sana.

En estos momentos hay más un millar de políticos españoles con causas judiciales pendientes. En una encuesta de Metroscopia, el 95% de los encuestados considera que el sistema favorece la impunidad de los corruptos. Hace dos años, el Eurobarómetro arrojaba que ocho de cada diez españoles percibía los partidos políticos como corruptos, y al 72% de sus representantes. Éramos en 2013 el país europeo que más corrupción notaba en su esfera política. Y desde entonces no ha habido más encuestas similares, pero sí se han destapado nuevos casos de prevaricación o malversación.

Son muchísimos más los políticos honrados, pero la corrupción es hoy la segunda preocupación de los españoles y el primer ingrediente de un engrudo que ha acabado por pervertir la base del Estado de derecho. Para ello, el delito se ha mezclado en un cóctel corrosivo con una buena dosis de populismo político: el de la mal llamada -y peor entendida- transparencia. Los supuestos bolsillos de cristal. Esa purga de conciencias entregada al simplismo que lleva, por ejemplo, a sembrar dudas sobre cualquiera por el hecho de tener propiedades o ahorros, sin haber intentado probar que sean de procedencia ilícita. Sucedió recientemente con el alcalde de Siero. Declaró tener 241.000 euros entre líquido y depósitos, cuando hace cuatro años tenía 171.000 solo en depósitos, y le exigieron explicaciones. ¡Que demuestre que es inocente!, exigen retorciendo el principio jurídico básico algunos representantes públicos convertidos en adalides de una sociedad que hoy primero condena y luego pregunta. El del alcalde de Siero es un ejemplo, pero hay otros recientes de parlamentarios nacionales o ministros del PP, y diputados o consejeros de Foro Asturias, en la misma situación. En esto, como en el "yo corrupto, pero tú más", la inquina política no entiende de siglas.

La publicación de las declaraciones de bienes, probada su inocua capacidad para atenuar la corrupción, se ha convertido en una especie de morbosa portada de revista de desnudos que deja como un Tarzán al político que no tiene dónde caerse muerto, por manirroto, y convierte en un despojo físico al ahorrador o al heredero (si tiene dinero para pagar los impuestos), por el hecho de haberlo sido. Tal vez alguien se crea a estas alturas, con las "off shore", Panamá, Suiza o Andorra en boga, que el chorizo va a guardar en su cuenta corriente el dinero que haya trincado, o va a poner a su nombre los beneficios del pago en especies. La transparencia es otra cosa.

Por admitir este tipo de informaciones que se prestan a la interpretación demagógica, los periodistas debemos asumir parte de culpa en esta suerte de enfermedad mental degenerativa y colectiva que cada día olvida un poco más que la presunción de inocencia es un principio fundamental. La libertad de información no puede amparar las elucubraciones.

El uso peyorativo durante años del término "imputado", olvidarse de que los procesados son "presuntos" o "supuestos" autores de un delito hasta que se demuestre lo contrario, convertir en noticia procedimientos judiciales puramente ordinarios como la apertura de diligencias por parte de la Fiscalía (que no puede dejar de abrirlas, por peregrina o infundada que sea la denuncia), o hacer caso a demandas que solo perseguían un titular, han convertido en cómplice necesario de este desaguisado al -mal- periodismo.

Para obtener el brebaje fétido debemos mezclar también la utilización política de los tribunales (no confundir con la politización de la justicia), que ha alumbrado a verdaderos querulantes profesionales; y la lentitud de los procedimientos (en no pocas ocasiones consecuencia de lo anterior), que contribuyen una y otra vez a que las sospechas queden agarradas a la reputación de los acusados para siempre, por muy absueltos que luego sean.

Un ultimo ingrediente: una justicia influenciable por la presión social y/o mediática. En unos casos escudados en la alarma social y en otros motivados por una decisión ejemplarizante, algunos magistrados tienen el gatillo más fácil que otros para repartir imputaciones o prisiones provisionales que terminan por ser infundadas. Un estudio reciente de la Fundación Open Society que preside el magnate y filántropo George Soros, recoge, por ejemplo, que el uso arbitrario y excesivo de la prisión preventiva a nivel mundial es hoy "una de las mas graves formas de violacio?n de los derechos humanos".

Sirva como ejemplo y contenedor de casi todo lo anterior, por cercanía y actualidad, el "caso Marea", derivado de la operación policial del mismo nombre (acrónimo de Marta Renedo Avilés). Aunque en este país, incluso sin salir de Asturias, podrían utilizarse ejemplos de otros colores, el lunes pasado comenzó el juicio por la supuesta trama de corrupción más importante de la historia del Principado. Un procedimiento que ha sentado en el banquillo, entre otros, a una funcionaria, un ex consejero, una ex directora general y varios empresarios. Todos saben que Renedo, Otero y Riopedre están en el ajo jurídico desde el inicio, pero pocos recuerdan que este proceso llegó a tener hasta 29 imputados y finalmente están siendo juzgados trece. El resto fueron exonerados. De esos 16 inocentes, tratados en muchos casos públicamente como delincuentes, algunos perdieron el trabajo, otros la reputación y algunas personas incluso algo mucho más valioso e irrecuperable.

El único caso de corrupción tolerable es el del capitán Renault con el que comenzaba este texto. El resto deben ser condenados con firmeza, sin ambages ni miramientos, se trate de quien se trate. Pero los procedimientos deben abordarse con responsabilidad de todas las partes para que no se proteja más al denunciante que al denunciado, al menos hasta que se pruebe su culpabilidad.

La corrupción sistémica, el populismo político, la justicia influenciable y el mal periodismo han pervertido el estado de Derecho y convertido en norma la presunción de culpabilidad, metiendo en un rincón oscuro a la inocencia y al "in dubio, pro reo". En muchos casos hoy la sospecha basta y, como sucede ante el control de seguridad de un aeropuerto, no parece que el policía tenga que probar que llevas una bomba encima, sino que eres tú, sospechoso habitual, quien debes demostrarle que no la llevas.