Ana, sentada en el sofá rojo en mi cafetería de los encuentros tranquilos, sonreía cuando le contaba la actuación de Blake, protegidas ambas por las bolsas de regalos que acabábamos de abrir; las tazas de café, arrinconadas a un lado de la mesa. Intentábamos escudarnos frente a los problemas escondiéndonos tras esos muros de plástico y papel. Queríamos celebrar los diez años que nos separan adornando ese momento con obsequios y buenos recuerdos. Las dos nacimos en noviembre y desde que nos conocimos nuestras vidas han sido inseparables, y nuestras vivencias comunes descienden desde lo insólito e increíble hasta las mundanas fiestas gastronómicas.

¡Madre mía, cuánto hemos vivido juntas! Me dio pena no haberle dicho a tiempo que iba a ir a la función de Blake, el mentalista ovetense, viendo lo mucho que estaba disfrutando al contarle su actuación.

"¿Conociste a Fran?", me preguntó. No. Ya murió. Estudió en los Dominicos con Blake y decía que Anthony tenía una asombrosa capacidad para las matemáticas.

No sé cómo sería su relación con las matemáticas, pero sí vi el 11 de noviembre, desde la fila cinco del Filarmónica, cómo era capaz de inducir a una buena parte de la sala a pensar en los números que él tenía en la cabeza; de hipnotizar a una chica. Visualizó con los ojos vendados los objetos que iban presentando dos improvisados ayudantes; vivenció recuerdos y mimetizó emociones e hizo merecedora de cuantos "Goya" pudieran abarcar sus brazos a la chica que lloró al contactar con su abuelo fallecido, si es que ese invisible encuentro que nos sobrecogió no fue verdad. Todos aplaudimos a las niñas que ayudaron a una mesa a levitar (yo hubiera salido corriendo).

Pero el número más prodigioso lo realizó Blake otra mañana, alejado ya de los escenarios y supongo que también de Oviedo: Ana y yo, absortas con el relato de su actuación, no hablamos ni un instante de todo lo que se agolpaba al borde de nuestras pestañas.