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Vida en la "edad del hielo"

Los vecinos y los turistas afrontan una jornada de temperaturas gélidas en El Puerto de Leitariegos, donde ayer de madrugada se alcanzaron los 13 grados bajo cero

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La ola de frío deja Leitariegos a 12 grados bajo cero

Pasadas las ocho y media de la mañana comienza a sonar la megafonía de la estación invernal de Leitariegos. Sintoniza una radio fórmula. El sol se intuye pero aún no ha aparecido por el horizonte montañoso. Suena Efecto Pasillo: "No importa que llueva, si estoy cerca de ti? Si hay nieve o si truena, si estoy cerca de ti". Y la pegadiza canción asciende por las pistas envolviendo el ambiente de superficial optimismo. Pop invernal.

Pero en Leitariegos no llovió ayer, ni nevó ni tronó. Otra cosa es que el estribillo se pegue a las neuronas y amenace con acompañarnos durante toda la gélida jornada. Efecto Pasillo no habla de frío en su canción. Frío rima con río (el pequeño cauce de El Puerto, la última localidad asturiana antes de llegar al alto, está medio helado), pero la coincidencia silábica tiene poco recorrido.

La aplicación termómetro del móvil nos pone en situación: a las 8 de la mañana la temperatura registrada ayer en el puerto era de doce grados bajo cero. Así se mantuvo durante cerca de una hora. Dos de los monitores de la Escuela Oficial de Leitariegos (EOL), José Antonio Remior y Tania López, están a punto de embarcarse en el telesilla para comenzar su día docente de la temporada, inaugurada anteayer. Tienen cara de no pasar frío, pero es que deben de disimular.

En el reino del hielo, en la Siberia asturiana, las sonrisas guapas de los monitores y los mensajes intranscendentes al alto la lleva de la FM mañanera logran reducir, que no difuminar, el miedo a la crionización.

La camarera de la cafetería del albergue relativiza la ola siberiana. "Mi madre está en Rumanía a -23 grados, así que yo aquí, encantada". Camareros jóvenes, como Carlos González y Rodrigo Brandi, del bar de la estación invernal; monitores jóvenes, clientela juvenil enfundada en monos de esquí que sacan a la luz la más escondida imperfección corporal (ésa que no tienen), y Efecto Pasillo? "no importa que llueva si estoy cerca de ti?". Permítanme un verso complementario: "y yo me pregunto, ¿qué diablos hago aquí?".

En el puerto de Leitariegos se cumplieron ayer 72 horas seguidas con temperaturas bajo cero. A las seis de la mañana se batió el récord: 13 grados negativos. A las nueve, frente a un café reparador ("¿qué le pongo?". "Cualquier cosa de la que salga humo"), está clarito que es falsa esa reflexión de que a partir de una determinada temperatura da igual ocho que ochenta. Un grado de bajón termométrico es como asomarse al abismo.

Y en esto salen cuarenta niños gallegos del albergue de Leitariegos. Petos fosforito, cascos y buenas maneras. Alguno se la pega a pie de telesilla por culpa del hielo, que es traicionero, pero arriba les espera una pista de aprendizaje asequible y hasta acogedora. "Aprenden a velocidad de vértigo", explica un monitor. Y los niños, ya se sabe, son de goma.

El telesilla La Braña, el único que funciona por el momento, arranca a 1.513 metros y llega a los 1.660. Los monitores Tania y José Antonio se preparan para un primer fin de semana en el que tendrán clase a horario completo, de diez a cuatro de la tarde.

El goteo de esquiadores es constante, pero sin colas. Ayer era día laborable; el día más frío en muchos meses porque, a pesar del sol, el termómetro tarda en iniciar su recorrido hacia niveles más razonables. Diez grados bajo cero a las diez de la mañana; los nueve grados se alcanzan al mediodía, y las primeras horas de la tarde permiten al fin una tregua térmica: 5 bajo cero. Con esa temperatura y teniendo en cuenta los antecedentes inmediatos, dan ganas de sacar el bañador.

La mole del Cueto d'Arbas sirve de escenario de fondo. El más cercano tiene que ver con lomas nevadas, pistas asequibles, cañones de nieve artificial que el viento esparce y que palian la escasez de nieve natural. Ese paisaje cambia con el paso del día, se envuelve en matices, en luces distintas.

Con el anochecer la localidad de El Puerto entra en modo letargo. El sol había comenzado a declinar hacia las cuatro, momento en que la actividad de la estación invernal se paraliza. A las cinco la temperatura se sitúa en siete grados bajo cero, y es hora del sexto café del día, ya con el pulso desbocado. Un paseo (alrededor de una hora) hasta la Laguna de Arbas había servido antes para recordarnos que cuando alguien inventó las raquetas de nieve lo hizo con conocimiento de causa. Sin raquetas el camino descendente se convierte una montaña rusa. A un lado, un bosque de abedules hoy desnudos. Al otro, una amplia superficie en territorio asturiano que algunos vecinos sueñan con convertir en zona esquiable. Todo está en pañales, pero quizá algún día...

El Puerto. Mucha casa cerrada, entre ellas las del bar Agosto, que hasta la muerte de su propietario era como una institución camino del alto. Una iglesia, un lavadero que a las ocho de la tarde mantiene chorro y superficie en estado líquido a pesar de la que está cayendo. En uno de los extremos del pueblo una macro ganadería y en los alrededores alguna casa de turismo rural que abre por encargo o en meses de verano. La demografía declina y eso salta a la vista no solo en El Puerto sino en la larga sucesión de pueblos y aldeas que jalonan los más de treinta kilómetros que separan Leitariegos de Cangas del Narcea.

El hostelero Valentín Flórez, propietario de bar, restaurante y alojamiento rural en La Chabola, a pie de carretera, echa cuenta de las bajas: de 18 lugares de parada o fonda que funcionaban en apenas unos kilómetros, solo quedan tres. Con el suyo, un pequeño paraíso del pote y las natillas, Valentín (Tino, para los del lugar) tiene la sospecha de que su todavía lejana jubilación pondrá punto final al negocio iniciado por sus bisabuelos María y Valentín.

Once de la noche: 9 grados bajo cero y una estrellada en el cielo que es el mejor regalo del día. Miles de puntos blancos que lo inundan todo, que nos vuelven relativos y pequeños.

La canción de Efecto Pasillo sigue ahí, en la cabecina de quien suscribe. Y frente a la gelidez nocturna surge el impulso atávico de cantar para ahuyentar a los espíritus del frío. Lo hacían los indios americanos hasta que el hombre civilizado dio cuenta de ellos. "No importa que llueva si estoy cerca de ti; si hay nieve o si truena, si estoy cerca de ti".

Hay razones para resistirse a la tentación. La primera es el peligro de que los mastines que siguen nuestros pasos tomen la decisión de tirarse a la yugular. La segunda, que abrir la boca es arriesgarse a que se congelen las amígdalas. La tercera, y no menos importante, el riesgo de que la letra dé lugar a un incómodo malentendido con mi compañero fotógrafo. Y hasta ahí podíamos llegar.

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