A Villa le falsificaron las firmas. Eso es al menos lo que declaró el pasado viernes ante la jueza Simonet Quelle Coto, que instruye la querella del SOMA contra el que fuera su secretario general durante treinta años. Señaló a su exsecretaria, Carmen Blanco, y el excontable del sindicato, Juan Cigales, que le llevaba todos los papeles. Durante su declaración, Villa cargó toda la responsabilidad sobre sus compañeros, que le han pagado su dedicación completa al sindicato ensañándose con sus hijos. Fue él, aseguró, quien pidió una auditoría de las cuentas del sindicato, no un informe económico que sabe hacerlo uno de primero de Económicas, porque sabía que había cierto desorden. Como en la fiesta minera de Rodiezmo, respecto a la que según dijo no había una dinámica de control de las cuentas.

Villa lanzó golpes a diestro y siniestro, dando a entender que, gracias a él se habían beneficiado muchos, y que nadie había tenido nunca los “cojones” de afearle o criticar la gestión económica del sindicato. Y en Madrid, no solo les felicitaban de cómo llevaban las cuentas, aprobadas sin pega alguna, sino que les ponían como ejemplo. Llegó a sacar el genio un par de veces, con puñetazos en la mesa, como cuando justificó los gastos en flores como algo propio de la “cultura minera” cuando había algún fallecimiento en la mina. Todo estaba perfectamente fraguado con su letrada, Ana García Boto, a quien el propio Villa le reconoció que habían estado muchos días en casa, preparando las respuestas, hasta el punto que había creído que se iba a quedar allí.

El viejo sindicalista empezó por decir que no había entendido el contenido de la querella, que le parecía desordenada y fruto de un corta y pega. Luego salió el Villa más genuino, siempre preocupado por los temas de salud. Admitió que llevaba enfermo desde 1989, que sufría de columna, depresión, corazón, cervicales, próstata, riesgo de quedar parapléjico. Y también demencia senil. Dijo necesitar ayuda para todo, para vestirse, que no salía a la calle, que ya no leía -algo que lamenta-, ni ve la televisión, ni maneja ordenadores o teléfonos móviles, ni ahora ni nunca. Reconoció que tuvo que dejar el sindicato, porque, ya con dos operaciones de corazón, le había pesado mucho la última marcha a Madrid, y además se perdía en los discursos y no le llegaba el aire.

La estrategia quedó clara cuando afirmó que las algunas firmas que aparecían en los papeles no eran suyas, que habían sido falsificadas por alguien muy mañoso. Apuntó directamente a Blanco y Juan Cigales, que era el que le llevaba los papeles, hasta los del testamento. Sobre Cigales también depositó el peso del pago de las dietas del comité intercentros, que, aunque cobradas a nombre de Villa, se ingresaban, dijo, en la caja del sindicato. A Blanco le echó en cara que no haya entregado sus agendas, con las que podía cruzar los datos de los gastos y las reuniones a las que asistía. "Según el alcalde (de Aller), el exalcalde, soy un pesetero; lo dijo Villalaba", declaró ante la jueza.

Porque Villa aseguró que no se había quedado nada para él. Los puros eran para invitar -que no regalar- a los interlocutores en las reuniones sindicales, y si no llevaba, alguno le preguntaba por ellos. Los libros, sobre todo de economía, que compraba, los dejaba en el sindicato, aunque sus compañeros estaban ocupados en otras cosas y no los leían, según dijo con cierta sorna. Los gastos en El Corte Inglés fueron fruto quizá de que entregaba juntas las facturas personales y del sindicato a Juan Cigales para que pusiese un poco de orden en aquel marasmo. De nuevo, la culpa de Juanín, que le llevaba hasta el testamento. El Mitsubishi se compró porque él padecía de la espalda, pero también para mayor seguridad y comodidad de los compañeros. Si se puso a su nombre fue porque era inválido y salía más barato. Las tarjetas no sabía manejarlas, desconocía hasta el pin, que otros compañeros si tenían. Admitió que era un despistado, que perdía las tarjetas o se las robaban, como dijo en su declaración el expresidente del Montepío, José Antonio Postigo. Tenía dos teléfonos móviles, uno para la batalla y otro con números confidenciales a los que solo podía llamar él, las altas esferas.

Villa se acordó del pasado, de cuando todo el mundo estaba de acuerdo y presentaba sus decisiones como cosas del “bigote” o del “tigre”, como le apodaban compañeros. Los tiempos en que eran (se entiende que el sindicato) “el demonio” y todos (se entiende que los políticos) temían verle llegar porque no sabían qué les iba a sacar. Los tiempos en que iba con chófer y con corbata, porque había que dar “el pegu”. Los tiempos en que era un “polivalente” que lo mismo valía para cuestiones sindicales o políticas, como cuando fue diputado regional o senador. Por eso se indigna que sus compañeros no etngan otra cosa en qué entretenerse que en ensañarse con sus hijos. Como dijo al final de su declaración: “Se está vulnerando mi protección de datos, se está haciendo la vida imposible a mi mujer y mis hijos y no voy a tolerarlo”. No entiende que se le acuse de apropiación, él que siempre tuvo y aún tiene los “bolsos de cristal”.