En palabras de Joaquín Sabina: "No sé por qué sigo escribiendo esta canción, pero me sangra el corazón cuando lo hurgo". Pues viene a ser la sensación que me invade cuando trato de plasmar negro sobre blanco el devenir del ser humano excepcional en cuyas entrañas se concibió mi vida. Aquejada, tocada y hundida en la actualidad por una cruel demencia vascular me hace replantearme hora tras hora, día tras día, el ataque que a la dignidad humana, a las emociones y a la propia vida entraña esta agónica enfermedad. Que da descanso únicamente en forma de fugaces fogonazos, para dejar a la consciencia apoderarse del alma de quien la sufre atormentándola con la castigadora realidad de no ser ya dueña de las más simples decisiones en el día a día, ni de las palabras que se intentan expresar y se enmarañan en un tumulto de ideas delirantes unas, surrealistas otras. En su interior un archivo desordenado de emociones, percepciones, imágenes, sonidos. Ninguno se procesa de forma coherente ni satisfactoria. En su exterior, un cuerpo abatido al que la demencia va arrancando energía, vitalidad, movilidad. Una enfermedad, finalmente, incompatible con la vida y sin embargo lejos de darle fin a la misma, la naturaleza obliga a permanecer atados a cuerpo y alma al sinvivir en forma de condena con el ensañamiento más desgarrador que existe. Nadie merece ser obligado a aceptar esa condena.