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La reinserción en la sociedad del protagonista del crimen de La Llaneza

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Tomás Rodríguez Villar, condenado por el fratricidio de La Llaneza (Tineo), pasa su primer día en la casa familiar tras seis años de prisión | "De mi hermano recuérdolu como era, lo que hacía y todo eso. Hombre, alguna vez sí que discutimos, pero nada"

LA NUEVA ESPAÑA entrevista a Tomasín

LA NUEVA ESPAÑA entrevista a Tomasín

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LA NUEVA ESPAÑA entrevista a Tomasín

La Llaneza (Tineo),

Demelsa ÁLVAREZ/

Eduardo LAGAR

-El mundo sigue parecíu... Crecieron mucho los árboles por aquí.

-¿Qué árboles?

-Tienen unos metros más de altura... Los de la sierra, los pinos de la sierra, son más altos ahora.

Entre el 1 y el 2 de septiembre de 2011 -el momento exacto nunca se llegó a determinar- Tomás Rodríguez Villar, Tomasín, mató a su hermano Manuel en la aldea de La Llaneza (Tineo). El crimen ocurrió ante la cabaña que el ermitaño Tomasín compartía con algunos caballos, muchos desperdicios y toda la soledad posible. En legítima defensa, según la sentencia, le disparó en la cabeza con una inocente escopeta de perdigones que había trucado hasta convertirla en arma letal. Manuel, el mayor, había subido a reñirlo. Tenía fama de muy malas pulgas. Nunca se llevaron bien los hermanos. Después Tomasín se sumergió en los montes donde había pasado la última década como un fantasma harapiento y aguantó 53 días fugado de la Guardia Civil. Cuando fue llevado ante el juez, esposado, maloliente, barbudo y flaco, lo aplaudieron como un héroe en la villa de Tineo. De joven, en los años ochenta, los chavales se habían reído de él a placer. También lo hostiaban de vez en cuando. Pero en 2011 Tomasín ya era un héroe para media Asturias: era la justa rebelión de la víctima, el buen salvaje y etcétera. El pueblo lo absolvió, la justicia lo condenó por homicidio.

El pasado jueves Tomasín salió de la prisión provincial tras cumplir íntegra su pena de seis años. Ayer, cuando todos pensaban que volvería a vagar por los bosques hasta su destrucción definitiva, pasaba su primera tarde en la casa familiar de La Llaneza, en silencio total, leyendo concienzudamente el libro de instrucciones de una lavadora nueva que le han comprado unos primos. En un tendedero había cinco pares de calcetines. Uno, blanco; cuatro, oscuros. Había hecho la prueba y la máquina funcionaba.

La vida es el orden de poner la lavadora. Cargar otro programa, quitar las manchas, centrifugar los recuerdos. Y vuelta a empezar. Otra lavadorada. Tomasín abre la puerta a LA NUEVA ESPAÑA cuando el sol otoñal ya se pone tras la sierra de Tineo y una noche húmeda abraza el sombrío pueblo de La Llaneza. Abre, en realidad, la mitad de un puerta de cuartaron recién pintada de rojo teja. Tomasín deja la parte de abajo cerrada como barrera, para impedir el paso y tomar distancias para hablar. Da la mano pero nunca mira a los ojos. Mira al techo, a la nada. Le incomoda la cercanía humana. Habla de perfil a su interlocutor, a veces en posición de firmes, otras con los brazos cruzados sobre el pecho. A veces pierde el hilo y dice que no estaba escuchando. Otras parece que responde por obligación. Se esfuerza por ser amable. Lleva chándal azul y gris y zapatillas con dedos que asoman. Se está dejando la barba. Salió pelado de prisión. Ha engordado bastante y ahora se parece a su hermano muerto. Incluso empieza a perder pelo por arriba, por donde la víctima ya no tenía. Tiene 47 años, pero él se ve hecho un viejo. Dicen que también le ha cambiado la voz, que ahora Tomasín es capaz de hablar más alto, con más presencia. Pero en algunas respuestas largas, las menos, va perdiendo fuelle y las palabras se le deshilachan. Parece que, de un momento a otro, él también se podría desintegrar como cuando se sopla un diente de león. En el proceso judicial Tomasín dijo que padecía "de la vergüenza". Esto es, fobia social. El infierno somos los otros. Hoy parece muy vulnerable. Mucho.

Tomasín, en la tarde-noche en que la Asturias urbana festeja Halloween a la americana, está completamente solo en la casa familiar. La madre ya había muerto de cáncer poco antes del crimen. El padre, demenciado, falleció mientras el hijo menor estaba en prisión. La casa, donde antaño hasta las gallinas ponían huevos encima del televisor, una vivienda que no tuvo váter hasta 2011, ha sido recientemente adecentada por sus familiares. Pero el deterioro del inmueble es evidente. Tomasín habla y, de vez en cuando, pide permiso para "ir a escupir". Sale de escena, escupe, y vuelve unos segundos después. Todo muy lentamente.

-Aquí toi bien, aquí toi bien. En la cabaña taba bien. Pero esto ye más grande. Ahora tengo que empezar a trabajar. A ver qué tengo que hacer por aquí y después de que acabe de hacer lo que tengo que hacer por aquí tengo que ponerme a buscar trabajo.

-¿En qué le gustaría trabajar ahora?

-No sé, tengo que empezar a pensar, a ver.

-Anduvo a la madera, en Navelgas...

-A la madera, sí. Pero ye muy pesao. Aquello era mucho. Para eso hay que ser joven.

-Pero usted es joven.

-Tengo 47 y voy a cumplir 48... No sé, trabajar en algo relacionado con la naturaleza. Vivir en contacto con la naturaleza me gusta. No sé si habrá algo.

-¿Cómo lo pasó en la cárcel?

-No me acostumbré mucho hasta que pasó el tiempo. A mí lo que me gustaba era andar libre.

-¿Aprendió algo en la cárcel?

-Muchos días apréndese algo. No todos los días, pero alguno sí.

-¿Hablaba con la gente?

-Con la gente sí.

-¿Qué hizo al salir?

-Dediquéme a dar paseos por allí, tenía ganas de ver por allí la montaña. Pasear.

-¿Qué sintió?

-Siéntese una emoción bastante fuerte. Volver a ver la naturaleza otra vez. Los árboles, los ríos y los prados... y eso tien mucha belleza. Pa mí sí. Yo criéme en la naturaleza, ye lo que me gusta.

-¿Se siente sol cuando está por el monte?

-Solo no me siento.Teniendo salú no me siento solo.

Tomasín tiene en casa un montón de latas de refresco y diez bocadillos de jamón y de tortilla de patata. Y dos bolsas de patatas fritas. Lo compró todo el domingo en un restaurante de El Crucero, en Tineo, al atardecer. La comanda la llevaba apuntada en un papelín. Pidió con las palabras justas y salió, ya de noche, bajo la lluvia, con dos bolsas de plástico con la despensa a cuestas. Se perdió por los caminos que llevaban al monte, de vuelta a la sierra. Cuando ayer martes los familiares lo llevaron a su casa de La Llaneza venía completamente empapado, al parecer.

Tomasín había llegado a Tineo el sábado, sobre el mediodía. Vino en taxi desde Avilés. Antes había tomado en Trasona un autobús, tras llegar al lugar "por unas carreterucas" que fue encontrando al salir de la prisión, en Villabona (Llanera). El taxi, ya en Tineo, lo dejó en la gasolinera situada enfrente del polígono industrial de La Curiscada y de allí emprendió el camino a pie siguiendo la carretera, dirección a la villa tinetense. Lo vieron el empleado y clientes de la estación de servicio. Iba vestido con el chándal con el que había salido de la prisión el jueves y con la bolsa de plástico azul al hombro que le había acompañado en sus primeros pasos libres. "Estábamos hablando justo de él y de cuándo volvería por Tineo y, de repente, lo vemos bajar de un taxi enfrente de nosotros, nos quedamos muy sorprendidos", explica Rubén Peláez, empleado en esta gasolinera.

Aunque no era de conocimiento general, de boca en boca empezó a correrse por el concejo que Tomasín había vuelto. Pocos personajes se han hecho tan populares en el municipio en los últimos años.

Tomasín pasó ayer su primer día en La Llaneza, pero con el mismo sigilo con el que se había conducido en los últimos años, cuando deambulaba por la sierra de Tineo y era poco más que una sombra. A veces lo veías de lejos y, de repente, ya no lo veías. Eran muy pocos los que habían logrado cruzar con él más de cuatro palabras. En el entorno de las peñas de Buscabrio, entre los pinos coronados por los molinos de viento, se fraguó una especie de leyenda local, la de un yeti tinetense que sólo los más privilegiados conseguían divisar. Era algo que estaba ahí, sin más. Un hombre barbado que la imaginación popular asegura haber visto casi como un tarzán, con apenas un pantalón corto y bebiendo leche recién ordeñada en una lata abierta de conservas.

Tomasín, ayer, en la penumbra de la casa de La Llaneza, allí donde una bombilla dibujaba una silueta apacible y encorvada pero también una densa sombra sobre una pared agrietada, comenzaba otro capítulo de una vida que le llegó a las bravas, sin privilegio ni atención alguna.

-¿Quiere volver a las vacas?

-Las vacas, no. Son peligrosas. No vayas a creer que las vacas... No creas, que tampoco son muy buenas. Porque son peligrosas a veces.

Se hace un silencio largo. Sigue Tomasín:

-No me paré a pensarlo. Hay que ponerse a pensar las ventajas de desventajas de todo.

-Si no son las vacas, pues otra cosa. Usted tiene habilidades mecánicas. ¿No cambió el motor a un coche que luego dejó abandonado en el bosque?

-Eso era un coche viejo. Gustábame aprender eso, pero no para andar por las carreteras. Siempre me gustó mirar cómo funcionaban los coches y desarmar algo de eso. Teníamos aquí en casa un pequeño libro de mecánica. Leílu muchas veces. No sé. Habrá que trabajar en lo que se pueda. Porque en la vida hay que ganar dinero lo que se pueda.

-¿Echa a su familia de menos?

-Todavía llegué hoy y todavía no sé exactamente.

-Su hermano. ¿Piensa en eso alguna vez?

-Del mi hermanu recuérdolu como era, lo que hacía y todo eso.

-Pero no se llevaban bien.

-Hombre, alguna vez sí discutimos algo, pero nada.

Noche ya en La Llaneza. Tomasín ha aprendido a poner la lavadora.

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