Montes inesperados, valles rugosos, tierras de labor con pendientes infernales, pastos en los que la piedra aparece entre la hierba y dificulta el acceso de la maquinaria y del paisano, lluvia a destiempo, calor cuando no toca... El campo asturiano vive o, mejor, sobrevive textualmente luchando contra los elementos y, a la vez, sacando partido de ellos.
Esta batalla entre el hombre agrario y la naturaleza, que ha permitido a decenas de generaciones tener pastos en verano y comida para las reses almacenada en invierno, no es ni más ni menos que toda una demostración de agroecología, una nueva disciplina científica que se está poniendo de moda frente a la agronomía convencional. Esta novedosa forma de producir y relacionarse con el entorno rural es el fruto de aplicar los principios de la ecología al diseño y a la gestión de sistemas agrícolas "sostenibles", término que quien escribe prefiere sustituir por perdurables y asumibles en el tiempo. Merece la pena tomar en consideración este concepto de agroecología en un lugar como Asturias, ya que traspasa los límites de la producción ecológica (algo demasiado light y desvirtuado, según los medioambientalistas más avanzados), e incluye en su entramado un sistema social respetuoso con la naturaleza, pero totalmente involucrado e imbuido del siglo XXI y sus avances tecnológicos. Ahora que políticos, agricultores, ganaderos y expertos diversos en desarrollo rural reclaman un regreso al campo desprovisto de falsas nostalgias, la agroecología es una oportunidad de oro. El mimetismo de sus propuestas con la región es de tal calibre que en su amplia concepción también va el diseño de un turismo rural para nada "costumbrista", que propugna establecimientos de calidad, bonitos y confortables, en los que disfrutar del ecosistema. La orografía asturiana parece pensada a posta para implantar este modelo nacido en la Universidad de Berkeley, nada sospechosa de "blufs" intelectuales.
