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Un "encantador de serpientes" adicto al café y al tabaco que se creyó sus mentiras

Javier Ledo, frío, distante y que buscaba pasar desapercibido, se maneja bien en las distancias cortas y tiene fijación por las mujeres, dicen sus conocidos

Javier Ledo enciende un cigarrillo durante la entrevista concedida a LA NUEVA ESPAÑA horas antes de resultar detenido. MIKI LÓPEZ

Un cigarrillo, después otro y otro más. Un no parar. Así hasta tres cajetillas de tabaco negro al día. Fumar es uno de los vicios de Javier Ledo, al que también tiene enganchado el café. Con leche. Es capaz de tomarse tres tazas en apenas media hora. El hombre que confesó haber matado a la gijonesa Paz Fernández, natural del municipio de Coaña, hombre menudo, es además un "encantador de serpientes", capaz de convencer de su verdad a través de palabras certeras y mirando directamente a los ojos, dicen sus conocidos. Lo intentó con los investigadores, con los medios de comunicación y con sus allegados en los días previos a su detención, pero las evidentes pruebas del crimen han terminado por derrumbar su defensa, edificada sobre una tupida red de mentiras que él mismo se llegó a creer. Ahora aguarda entre rejas el veredicto de la Justicia.

"Teiceyos", apelativo que hace referencia al nombre de su casa familiar, no era hasta mediados del mes de febrero un hombre conocido ni popular en el entorno de la sociedad naviega. Pocos se fijaban en él, y menos lo trataron en confianza. No destacaba por nada y pasaba inadvertido para la mayoría, a caballo entre la casa de sus padres, en Llosoiro (Coaña), y la propiedad familiar en el casco antiguo de Navia. Había regresado tras más de dos décadas fuera, dejando un hijo, fruto de la relación con su exmujer, en Gijón. Un niño con el que, decía, es "muy responsable".

A sus 42 años, la alopecia se ha convertido ya para Ledo en una realidad inevitable. Se deja patillas que hacen destacar su pelo oscuro, a juego con sus ojos. Cuida su aspecto y no es desaliñado: luce siempre un afeitado apurado y suele vestir tejanos. Su gesto, eso sí, permanece las más de las veces frío, distante. Incluso tras la desaparición de su "amiga" y mientras era un hombre libre no dejaba aflorar emociones al hablar de ella. "La procesión va por dentro". Impasible, también, durante las interminables horas que duraron los registros, y en los pocos instantes que se ha dejado ver en los últimos días, custodiado por la Guardia Civil. Ni un solo gesto asoma en su rostro.

En las distancias cortas, Javier Ledo gana enteros. Se maneja con la palabra, gesticula mucho, incluso demasiado, y mira directamente a los ojos. Convence. Sabe jugar en este terreno, aunque si algo no le cuadra, le saca de quicio y se pone nervioso.

No tiene carné, aunque conducía un coche hasta hace unas semanas. Desde su llegada al Occidente no había logrado un trabajo estable. Que si un encargo por aquí, que si un trabajillo por allá. O limpiar fincas, o cosechar fabas, por ejemplo. Nada fijo. Aprovechaba el tiempo libre para cuidar el caserío familiar, cultivando una pequeña finca, cortando leña y, más recientemente, levantando un gallinero. Las heridas de sus manos son delatadoras. Ledo había estado hablando con hosteleros de la zona para que le firmasen documentos que acreditasen que estaba buscando empleo. Su letra, desigual, casi infantil. Su ortografía, mejorable.

Su parte más oscura hace referencia a un juicio pendiente por amenazas contra una expareja, y una serie de delitos, como robos y hurtos, que se le atribuyen, sin estar ninguno de ellos probado ante los tribunales. Sí es sabida su afición a salir y beber, y hablar y relacionarse en los bares. Presenta cierta obsesión por las mujeres, una fijación que le lleva a olvidarse de lo que está haciendo si ve pasar alguna cerca.

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