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El "raposu" que nunca se aburría

Amigo de las largas sobremesas, la guasa y el disfraz, De Lorenzo encontró en "el paisano" a su interlocutor ideal

Cocinando vieiras a la brasileira en la cocina de la Delegación. MIKI LÓPEZ

El gabinismo no se puede contar a nuestros hijos ni a nuestros nietos porque nunca lo entenderían. Fue un aquí y entonces único, irrepetible, que sólo se explica dentro del cóctel explosivo que formaron entonces la España de los noventa y la llegada a la alcaldía de una ciudad como Oviedo de un ingeniero listo, amigo de la farra y el paisanaje. Quien lo probó lo sabe.

Resultaría delirante, del todo inverosímil, cuasi inenarrable, decir que has visto un despacho municipal convertido en casa de comidas, donde la materia prima la seleccionaba en persona el Alcalde (ostras de Sanxenxo, fresones de Candamo como puños) y en el que, al entrar, el regidor, echando hacia atrás los hombros mientras un trabajador le quitaba la americana y le ponía un chalequín, preguntaba:

-Manolín, ¿fícisteme los callos?

Y sí, es ficción, pero algo parecido fue el gabinismo y hoy nos parece imposible. De Lorenzo era un político de oído fino, "el raposu", que se jactaba de dirigir el Ayuntamiento desde Benia de Onís sin que se le despistara ningún movimiento de concejales o funcionarios.

La gracia se le conoce desde crío, cuando era pareja cómica con Ramón Sánchez Ocaña, y si no consta que en Ensidesa también anduviera de comedia, en el Ayuntamiento fue un Alcalde Mortadelo, que lo mismo se disfrazaba de maquinista de tranvía para ridiculizar a los socialistas en un mitin, que se enfundaba el traje de chulapo para presentar la zarzuela o una gabardina a lo Bogart en un posado para carnaval.

Gabino de Lorenzo perfeccionó en aquellos años su prosodia arrastrada, mezcla de sorna y resaca, en la que el vocabulario vernáculo le brota con la naturalidad del vecín de la finca de al lado. Lo mismo para analizar la política local -"¿Que hable de la oposición? ¿Úla?"- que para dar una receta -"pongo gambina roja curiosa, y les cabeces exprímoles, estrípoles".

Con esas dotes, vencía la timidez subido a los escenarios y era feliz cuando se dirigía a los suyos. No los militantes. No los votantes del PP. Sí, el público del concurso de tonada que puso en marcha y en cuyas galas de premios siempre aprovechaba para hacer un número de monologuista: "Fui a una boda en Mestas en los sesenta y nos dieron lechazu de Castilla. Era pa llambiase con él, pero cuando lo sirvieron... Aquel castrón igual tenía veinte años. Y empezó un retorcese de tenedores pa poder sacar alguna hebra hasta que uno, en una esquina, dijo 'esti lechacín, pa mí que ya las tomaba'. Y otro, de otro lao, le contestó: 'Pa mí que ya no'". Recuerdo perfectamente las ovaciones, las carcajadas y la ristra de trofeos apilados en el escenario, que cada año, replicaban algún motivo de las calles de Oviedo, un año Woody Allen, otro la Catedral.

Difícil explicar aquellos tiempos porque la velocidad del nuevo milenio tampoco casa bien con el gabinismo. El gabinismo nunca madrugaba. En su primer mandato, aún en la oposición, le llamaban "el ángelus" porque no se dejaba caer por el Ayuntamiento antes de las doce. Muchos años después, cuando iba ya por su segunda o tercera mayoría absoluta, le fastidiaba aparecer por los plenos y solía amenazar las sesiones municipales con trucos de escapismo a través de una falsa puerta, "la gatera", hoy, creo, ya desaparecida.

El tiempo de Gabino de Lorenzo era la sobremesa. Comía con cava, masticando aquí y allá, muy poco a poco, como un xilguerín, sabores siempre fuertes, menús copiosos para el invitado que él administraba con mucha más precaución. Y luego aquello se podía alargar durante horas. Ahí era donde Gabino tomaba las grandes decisiones. Y no necesariamente con sus concejales.

Pese a sus dotes para la vida social, de los baños de multitudes de los primeros años De Lorenzo fue pasando a una posición más discreta. Parecía como si le costara cada vez más descender al lado de los paisanos. Al final, su ruptura definitiva con Cascos le metió un ejército forista en el Ayuntamiento, perdió la mayoría absoluta y se dió cuenta de que aquello no era para él.

Dejó a Agustín Iglesias Caunedo en el sillón y buscó en la Delegación del Gobierno un retiro dorado. Las habitaciones del inmeso edificio de la Plaza de España se le acabaron haciendo demasiado grandes. Primero se deshizo de un periodista, después acabó largando también al concejal que se había traído del Ayuntamiento, Alberto Mortera. Con su secretaria y un chófer, sólo le quedaban las sobremesas.

Dicen los que le conocen bien que no acabó encontrándole el gusto, que aquello no era para él. Echara o no de menos el gabinismo, no había perdido el olfato, y cuando escuchó ruido, salió de un salto del gallineru.

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