- Cuénteme una historia.

-Esta es una historia que tiene sonidos, los de los martes de mercado en Salas en la década de los cuarenta. Los periódicos eran voceados por chavalinos y recuerdo al heladero que vendía sus productos al grito de "¡helao rico, helao rico!". Alguna vez tuve que bajar en caballo a la consulta de Tinín, el dentista que ese día tenía cola en la sala de espera. Llegaba con alguna manteca y huevos para venderlos y pagar así al dentista. El caballo lo dejabas en una especie de parking equino, también había burros, claro, que costaba dos pesetas por dejar al animal toda la mañana.

José Manuel Rodríguez Díaz nació en La Arquera (Salas) en 1940 y se convirtió en José de Arango, firma periodística, el día que mataron a Kennedy. "Yo trabajaba de teletipista en el diario Voluntad, en Gijón, y compaginaba esa labor con la de tornero, por la mañana, en Astilleros del Cantábrico. Un día tuve que arreglar un mecanismo en un buque mercante norteamericano que había entrado en El Musel. La pieza salió muy guapa y los americanos, felices. Esa misma tarde los teletipos anunciaron el atentado de Dallas, y yo cogí al fotógrafo Guerrero, que era pequeñín pero se agigantaba, y nos fuimos al barco para hablar con los marineros. Aquel reportaje gustó. Federico Miraz, el director, pegó un puñetazo en la mesa y dijo: "¡me cago en tal, esto es periodismo!". Al día siguiente entré como redactor en plantilla. Miraz me dijo que con este nombre mío no iba a ningún sitio. Le expliqué de dónde venía, le hablé del valle de Arango, y exclamó: ya está, José de Arango y no se hable más".

José Manuel Rodríguez era un niño que lo leía todo. "El mejor premio era que me dieran unas pesetas para comprar periódicos. Cada ejemplar me tenía que durar días y yo me disciplinaba para leer una o dos páginas por jornada. Cuando tocaban las esquelas, pues leía las esquelas. Recuerdo la gran nevadona de 1954, en el pueblo estuvimos aislados 18 días. Aislados de verdad, de no ver un alma. Los paisanos suspiraban por tabaco y yo por la prensa. La necesidad de lectura fue tal que me atreví a ir, pala en mano abriéndome paso entre la nieve, hasta la casona de los Folgueras, familia rica, y le pregunté a la dueña doña Enriqueta si me podía dejar algún libro. Me vino con un tocho, el "Manuel para la Cría de las Gallinas". Y oye, menos es nada".

Salas es una villa tranquila, acompañada estos días por el estruendo, que no molesta y sí relaja, de las aguas del Nonaya, que baja canalizado pero en tromba. José de Arango, alma periodística, cuenta historias que la localidad inspira cada dos pasos. "Esta es la plaza de los huevos. Mi madre era modista y de vez en cuando me mandaba a comprar alguna cosina a la tienda de Lula, aquí al lado, que era una especie de mercería con miles de artículos. Los tenía todos en la cabeza".

Su primer oficio fue a los 13 años: amasador de barro. "Mi padre era cantero y formaba parte de una cuadrilla que construía o restauraba casas por el concejo. Un día uno de los trabajadores se enfadó y marchó, y no me quedó más remedio que dejar la escuela y ponerme a pisar barro, que era el hormigón de la postguerra".

La familia más humilde del pueblo, asegura el cronista de Salas desde 2016, que leía por la noche siendo niño ayudado por un candil de carburo. "La Belmontina, que era la compañía que daba luz eléctrica a la zona, suspendía el servicio al primer trueno". Un día cayó en sus manos "Nosotros los Rivero", y se leyó la novela en una noche.

"Manuel Domenech era el maestro y me daba clases en la escuela de Malleza para paliar mi alejamiento prematuro de los estudios. El 18 de abril de 1958, a punto de cumplir los 18 años, le dije a mi padre que me marchaba, que aquello de ser peón de la construcción no era lo mío".

En Gijón encontró José de Arango un paraíso, la biblioteca pública Jovellanos; un lugar de trabajo, "un astillero que era una empresa grande pero no deshumanizada", y una redacción donde leer cientos de teletipos al día. Nunca dio la espalda a su concejo aunque sus viajes de fin de semana rozaran lo estrambótico.

"En el astillero se trabajaba los sábados hasta las cuatro y media, y se cobraba la semana. Yo pedía permiso para salir antes y coger un autobús hasta Pravia. Los 17 kilómetros restantes hasta La Arquera eran el problema. Había un bar en la carretera que se llamaba Las Delicias y ahí esperaba a Juan Antonio, un camionero de Mallecina, que me traía al pueblo en la caja del carbón. Y el lunes, a las nueve de la mañana, en el astillero junto a mi torno".

El gótico recio de la Colegiata de Santa María la Mayor impone. Piedras hinchadas de humedad, de belleza austera. El conjunto arquitectónico medieval, que incluye una de las mejores torres palaciegas de Asturias, le da empaque a esta villa llena de albergues del Camino. Punto obligado de la ruta jacobea primitiva, de Oviedo a Santiago, tiene puertas abiertas. "Hasta Salas llegaban en los cuarenta las sardineras desde Candás y Cudillero, con un pescao envuelto en felechos que no había quien lo comiera. Milia, le decían a mi madre, cámbiamos unes sardines por algo de comida. Y mi madre les daba un paquetín de fabes y unas patatas. Era como si pidieran limosna, recorriendo a pie media Asturias".

En La Arquera, José de Arango montó un mundo sobre las antiguas escuelas, una biblioteca que rebosa y "un pequeño bar para entretenenos". La primera persona del plural se refiere a la asociación de vecinos Los Picos. "El primer lote de libros fui a buscarlos a Cogersa, que los iban a quemar. Comencé a recopilar libros en 2010. Una locura, llegué a conducir hasta Vegadeo a por tres volúmenes. Claro que uno de ellos era una primera edición de La Barraca, de Blasco Ibáñez".

Al lado de la biblioteca hay un minicampo de fútbol, hoy anegado por las lluvias. "A la inauguración vinieron Quini y Churruca, entre otros. Fui entrenador del Atlético Aranguín pero los entrenaba por teléfono. Míster, que ya dimos veinte vueltas al campo. Pues nada, dar otras veinte y me volvéis a llamar".

En el campo de fútbol José de Arango organizó 48 fiestas en doce años. Lleva dirigiendo 149 números de La Comarca, periódico gratuito para Pravia y Salas, más de 400 suscriptores, muchos en el extranjero. Quien fuera redactor de LA NUEVA ESPAÑA sigue contando historias a la sombra del picu Aguión y el santuario de El Viso, en el núcleo de ese mapa de verdes que es el concejo salense. "Contar historias, escuchar a la gente, es el oficio más guapo del mundo. Creo yo".