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Creo que al sanguinario general carlista Ramón Cabrera, cuya anciana madre fue ejecutada por haberle dado el ser, en trance de muerte le preguntó el cura si perdonaba a sus enemigos. «No tengo enemigos; los he fusilado a todos», respondió. Quizá fuese otro bárbaro de aquellos tiempos y la pereza me ahorra precisiones que obviarán los lectores mejor informados. Yo no he fusilado nunca a nadie y, en estos momentos, también puedo decir que no tengo enemigos. Si los hubo, han muerto por su cuenta.

Soy un superviviente. Sin embargo, siento a veces profunda aversión por sujetos a quienes no conozco ni jamás crucé saludo o palabra. Especialmente uno, que acaba de perpetrar una nueva obra sobre sucesos y personajes de la historia de España, de los que vive estupendamente, como si tuviese una inagotable vaca, que engordara cuanto más la ordeñase. Es una estúpida obsesión personal, en la que nada me va ni me viene.

En este mismo periódico -a través de un largo despacho procedente de Barcelona- se han reproducido las declaraciones de un tal Paul Preston, que pasa, desde hace muchos años, por ser eso tan curioso y rentable que es «hispanista». Se ha especializado en la guerra civil, que por su edad no vivió, no conocía España y ni siquiera pensaba visitarla. Lleva escritos un montón de libros que excitan inmediatamente el interés de la crítica y de los medios de comunicación, lo que le procura una gratuita y bien remunerada publicidad. Circula por los archivos secretos con desconcertante soltura, acopiando citas y referencias en la seguridad de que nadie va a comprobarlo, nunca se hace.

Para poder hablar de este individuo he leído alguno de sus libros, asombrado de la vehemencia personal que pone en denostar a una de las partes de aquella confrontación en la que todos estuvimos metidos. Tal como funciona nuestra sociedad, las obras que se publicitan son las más vendidas y creo que en éste y parecidos casos se esconde la codicia de los editores amparados y sufragantes lo que sea.

Tuve un gran amigo inglés, excelente poeta, admirador de San Juan de la Cruz y los místicos españoles, John Organ -abatido ha poco por un encarnizado cáncer- que vivió varios años en España como corresponsal y jefe de los servicios de la agencia británica Reuters en Madrid. Hasta se envolvía, durante los inviernos, en una airosa capa. Él sí era hispanista, por fuera y por dentro, con gran interés por la cultura y las entrañas de lo español. Cuando le hablé de Preston me dijo que le sonaba a pedante y poco aprensivo, sin crédito intelectual ni estima en su propio país, aunque alardea del desempeño de cometidos universitarios.

Aquí le llevan en palmitas, quizá porque ha tenido la picardía de arrimar el ascua a la sardina de los perdedores de aquella guerra, explicándoles por qué la perdieron. Los lejanos sucesos, en los que participé como un sujeto más, se van desvaneciendo en mi memoria, pero si hubiera caído en el bando que ensalza me molestaría mucho que despreciara tanto a quien me había puesto la bota encima de la cabeza durante cuarenta años, siendo un botarate. Como ya ha vaciado el morral que rellenó merodeando por los archivos, donde, como todo el mundo sabe, se archiva lo que quiere el archivador, le toca el turno a la invención, convencido, como debe estar, de que los españoles somos mucho más tontos de lo que, en realidad, parecemos.

Dice que la personalidad cambiante de Franco le llevaba a mentir obsesivamente, con la intención de reconstruir el imperio de Felipe II, a base de mentiras y mentirijillas «tan infantiles que parecía imposible que las pudiese decir», siempre en su provecho. Lo entrecomillado es textual, impreso en estas páginas.

El hombre tiene el tupé de asegurar que «está harto de Franco» -que le ha proporcionado una fortuna-, pero sigue en la brecha, porque le duele que el gran público anglosajón «no pone al dictador hispano en el contexto de Hitler, porque le sobrevivió 30 años, antes y después de 1945». Gran hallazgo científico precisar que se sobrevive «después». Y le reprocha, una vez más, que se presentase como el militar que ganó la guerra civil, liberador de España en la II Mundial e inspirador del crecimiento económico de los años sesenta, premisas falsas, para Preston. Pues a ver si nos descubre quién fue el auténtico Harry Potter que, entre nosotros, desempeñó con mucha dureza un difícil, amargo y doloroso período de nuestra Historia.

Es como si yo hubiera aprovechado cualquier viaje a la Gran Bretaña y, al regreso, hubiese desvelando, a la opinión pública mundial, que la reina Isabel II del Reino Unido se disfrazaba con una peluca de pelo negro y se desvalijaba los almacenes Harrod's. Y que por esas raterías, el dueño la acusa de asesinar a su nuera, lady Di, al no poder probar que se llevaba bajo las faldas artículos del famoso comercio.

Ustedes perdonen, pero uno, desde las profundidades de su edad, sin cuentas personales que resolver, le da por meterse con estos desaprensivos, disfrazados de sabios que encajan en la más rancia literatura rufianesca inglesa y tiene parangón entre los pícaros de la nuestra. A la vejez me da por propinar algunos papirotazos en el bonete de estos aprovechados maestros Ciruela. No tiene hoy cabida aquí otro paisano que tal baila. Este, además, se ha hecho español e incluso llegó a escalar la cima presentándose como candidato a concejal en un pueblecito andaluz. Se trata de Ian Gibson, cuya foto, frecuentemente publicada en la prensa, me hace pensar en una enfermera que hubiese envenenado a 38 pacientes de un centro geriátrico.

Todo lo dicho va en defensa propia y valiéndome de la libertad de expresión que tanto eché de menos durante mucho tiempo. De menos nos hizo Dios.