Aunque aparentemente existen pocos puntos de conexión entre la obra de Esther Cuesta (Avilés, 1964) y de Charo Cimas (Avilés, 1964), si acaso ahondando en las miradas se podría encontrar un sustrato geométrico y ciertas ensoñaciones cerámicas compartidas, afrontan esta convivencia expositiva manteniendo un diálogo emocional, una complicidad en el territorio de lo manual en el que ambas se sienten cómodas. Por lo demás, cada una se ha asomado a ventanas con vistas muy diferentes, manteniendo su personalidad y el compromiso con la modernidad que les caracteriza.

Esther continúa apostando por los papeles de seda y la pintura para construir sus ficciones, relatos amables de mundos sutiles y candorosos. En esta serie, al igual que sucedía en las anteriores muestras -«Mil peces», en el Centro Cultural Antiguo Instituto de Gijón (2005) y «Como pez en el agua», en la galería Octógono (2006)-, juega con veladuras y yuxtaposiciones, consigue atmósferas vibrantes, enreda con el geometrismo, queda ensimismada con las texturas y las manchas, y alcanza una temperatura agradable en torno al azul, color protagonista de la mayoría de las obras. Cierto que la alegre aventura por aquellas profundidades marinas ha sido sustituida por las vistas de edificios, emergiendo un paisaje urbano germinador de formas, geometrismos y agrupamientos. Como novedad incorpora unas cajas de luz que, aunque supongan un interesante recurso, precisan aun de una mayor afinación en los acabados y en la composición.

En el caso Charo Cimas, sus intervenciones espaciales recrean diversas figuras relacionadas con la naturaleza o se despliegan formando un mosaico de formas cuadrangulares. Estos objetos compuestos por diversos elementos cerámicos, como trazos pictóricos, componen un paisaje silencioso y emotivo. Si bien la artista se ha movido entre la pasión por lo objetual y la reflexión conceptual, siempre ha trabajado en registros próximos a lo que Rosalind E. Krauss denominó la escultura en el campo expandido. Su obra ha sabido conquistar nuevos territorios para la cerámica, incorporando el vídeo -capilla de la Trinidad del Museo Barjola (1999)- o documentando sus procesos y performances mediante la fotografía (Museo Antón, 2004). En estas fotoperformances Charo desarrolla todo su potencial creativo, abandonando sus piezas en lugares cotidianos, enterrándolas y rescatándolas posteriormente, evocando así el juego infantil de la búsqueda del tesoro; o colocándolas entre las flores no como adorno, sino como una parte más del entorno. Sin embargo, en sus últimos trabajos, ha desplazado estas intensidades para potenciar el objeto, precipitándose, en algunos casos -en sus creaciones con plumas y ramas- hacia lo kitsch. Pero nada puede eclipsar su ruptura con los convencionalismos cerámicos ni sus acertados hallazgos revolviendo en lo táctil.

En definitiva, nos encontramos ante dos propuestas que juegan cada una a diferente intensidad, con distinta expresividad, pero próximas ambas a las vanguardias históricas, que, a pesar de su diferente expresión, no se rehúyen ni se excluyen y han acertado a encontrarse en territorios afines para ofrecernos las mejores vistas.