San Pablo se llamaba inicialmente Saúl («el deseado»), nombre muy querido por el pueblo hebreo. Así se llamaba un rey que perteneció a la tribu de Benjamín a la que también pertenecía Pablo (Flp. 3,5). Y con el nombre de Saúl hace su entrada en los Hechos de los Apóstoles (Hech. 7, 58).

Pablo lo asume y lo lleva con honor hasta su encuentro con la cultura griega, entonces lo heleniza y lo convierte en Saulo. Hay algunos autores que afirman que a un hombre como Pablo, de temperamento tan fogoso y temperamental, no le acababa de agradar el nombre de Saulo, que al parecer en el griego popular de entonces tenía cierto matiz afeminado. ¿Por qué deja el nombre de Saulo para llamarse Paulo?

El nombre Paulus en latín es equivalente a «paucus»: poco. Algunos autores, entre ellos Lutero en sus Comentarios a la carta a los Gálatas (Gálatas, vol. II, Barcelona 1998) al citar el pasaje de I Cor. 15, 9, «el más pequeño de los apóstoles», parece dar a entender, y así lo sugiere en nota a pie de página el editor, que lo escogió ex profeso por considerarse «paulus»: «poca cosa».

Sin embargo, parece más convincente que fue el encuentro en su primer viaje, en la isla de Pafos, con el procónsul Sergio Paulo, un romano ansioso de escuchar su mensaje. Pablo desbanca hasta con un milagro a un mago que el procónsul tenía a su servicio llamado Bar Jesús, y es a partir de este momento (Hechos 13, 9) cuando los Hechos comienzan a llamarlo Paulo, acaso en recuerdo de este romano converso al cristianismo.

Tenemos así que Pablo resume en su nombre los tres mundos a los que perteneció y que se entrecruzan en su mensaje: el mundo romano, el hebreo con sus leyes: «Circuncidado al octavo día? hebreo hijo de hebreos y según la ley farisea» (Flp. 3, 5), y el mundo griego, pues Pablo sin abandonar su condición hebrea se empapa de cultura griega y de ella toma su segundo nombre, Saulo.

Sabemos que Pablo conocía bastante a fondo esta cultura mediterránea como lo demuestra el discurso en el Areópago de Atenas. En él emplea citas de poetas griegos: «Dios? que no está lejos de cada uno de nosotros?, en él vivimos, nos movemos y somos, como algunos de vuestros poetas han dicho, "Porque somos linaje suyo" (Hechos 17, 28)». La primera cita: «En él vivimos?», está tomada de un poema escrito en el s. VI a. C. por Epaménides de Creta. El pasaje consta de cuatro versos de los que el citado aparece en último lugar.

Pablo habla de «algunos de vuestros poetas», en plural, y es que el citado verso se encuentra al menos en la obra «Fenómenos 5», de Arato de Soli, natural de Cilicia y compatriota, por tanto, de Paulo, y en el himno a Zeus, 5, de Cleante de Asos, originario de Troas, ambos de la escuela estoica, y del siglo III a. C.

Y Paulo, para nosotros ya Pablo (aún decimos paulino en vez de pablino), llegará en su último viaje a Roma, cultura y lengua que dominaba antes de su llegada. Allí se vuelve a encontrar con gentes de su raza que reciben su mensaje con división de opiniones.

A Roma dirige su famosa carta que juntamente con la de los Gálatas es un canto de libertad no sólo en cuanto a ritos y leyes, sino incluso en cuanto a la moral y a las actitudes personales. En Roma recibe el martirio y en Roma descansan sus restos.

Estas dos cartas dieron pie a la doctrina de la justificación luterana que si en algún tiempo fue escuchada con cierta suspicacia por el catolicismo hoy la Iglesia ya la considera plenamente ortodoxa. El hombre no se justifica por cumplir los mandamientos ni por someterse a unas leyes, sino por la fe en Jesucristo. El argumento de San Pablo es definitivo: «Abraham vivió 400 años antes que Dios promulgase a Moisés los mandamientos en el monte Sinaí, y, sin embargo, fue justificado, por tanto, no por la ley, sino por la fe en Dios».

El mensaje paulino, verdadero manifiesto en pro de la libertad de la persona, es algo que debería vertebrar toda nuestra vida. Porque en ese «caer del caballo» y en la pregunta «¿quién eres?» del encuentro con Jesús camino de Damasco, también ahí está nuestra auténtica justificación por la fe -las obras serán una consecuencia-, ahí radicará nuestra libertad, la libertad de los hijos de Dios, y en su voz y en su palabra encontraremos nuestra salvación definitiva. Justificados, libres y salvados, tres prerrogativas comunes al creyente.