La vida es una escalada. La llegada a la cima, la muerte. No hay cielo, no hay regreso. La vida de Madame Rosa se sustenta en la jamba de la puerta de su buhardilla, a contraluz, en un edificio agrietado, tan agrietado como sus años descoloridos de vieja ex prostituta. Se presenta con la respiración entrecortada, con el «Canto al amor» de Edith Piaf que suena en la radio. La vida es una montaña. Madame Rosa se despide en el sexto piso, que fue una guardería; sus ojos se nublan. Los años pasan, la cima se ha conquistado. Madame Rosa, este fin de semana, en el teatro Palacio Valdés, fue Concha Velasco -extraordinaria, superlativa, inalcanzable-; la protagonista de «La vida por delante», la obra que Xavier Jaillard llevó a la escena a partir de una de las más conocidas novelas de Romain Gary, lituano, con dos «Goncourt», muy apegado al cine.

La tragedia de Madame Rosa acongojó a los espectadores que llenaron el viernes el odeón avilesino. Cuando Concha Velasco salió a recibir los aplausos, interminables, parecía conmocionada. Se inclinaba y, con ella, se inclinaban sus compañeros de reparto. De vez en cuando se llevaba las manos a los ojos, abiertos, agradecidos. Más aplausos. Más aplausos. Y entonces pidió silencio. Se encendieron las luces del teatro, puesto en pie. «Gracias», dijo la actriz. Y celebró la belleza de la caja de bombones que dibujó Manuel del Busto ya va para un siglo. Los espectadores del viernes recordaron una escena similar. Sucedió hace dos años, por agosto. Entonces Concha Velasco se llamaba Filomena Marturano. El gélido público avilesino saltó por los aires y volvió a saltar por los aires antes de anoche. Concha Velasco es una actriz inigualable. Una verdadera estrella.

«La vida por delante» nació de una novela. Contaba las historias del vecindario de un edificio marginal de París. Se centraba en los habitantes del sexto piso: Madame Rosa y Momo. Vieja y joven. Judía y árabe. En 1977 la novela fue cine. Obtuvo un «Oscar», a la mejor película extranjera. Simone Signoret se llevó todos los aplausos. El año pasado Jaillard trasladó la novela a las tablas. Le quitó vecinos singulares y le dio la voz a Momo, que en ocasiones detiene la acción y relata los hechos que han sucedido fuera del escenario, pero que son fundamentales: teatro narrado, al uso de Bergman. Josep María Vidal la tradujo al castellano, con un «se me va la olla» de lo más castizo...

Concha Velasco es un camaleón. Sobre la escena es la abuela que se aplica friegas en una pierna dolorida, la mujer en combinación, sentada en el sofá, con los pies en alto, suspirando... ¡Ayyyy...! Los años pesan, los años y los encierros: el Velódromo de Invierno, Auschwitz... Explica al último de sus niños que todos los alemanes eran racistas. «¿Y los franceses?». «No. No todos».

La abuela que arrastra los años vive con Momo (que tiene 14 años, aunque en verdad es mayor); ella, judía, le ha educado en «El Corán» (curiosas similitudes de esta función con «El señor Ibrahim», de Eric-Emmanuel Schmitt. Hasta el niño se llama igual). A Momo le da vida Rubén de Eguía. Este actor tiene 26 años, trabajó con el Lliure y con Bieito. Pone esfuerzo en parecer niño... Pero las convenciones teatrales tienen un límite... Sobre el escenario también estuvieron Carles Canut y José Luis Fernández. El primero es de sobra conocido: el patriarca de «Celebración», el burgués desalmado de «Plataforma».