Siempre he sido una lectora un tanto compulsiva y, quizá por ello, un poco extravagante en mis gustos. Para mí cualquier momento de lectura supone como la realización de una ceremonia íntima de la que, como poco, obtendré el beneficio de la relajación. Porque leer no es sólo el hecho de conocer los lances, datos o información general que se detalle en el libro; leer es salir durante un espacio de tiempo del momento en que vivimos y adentrarnos en otro muy distinto. Dependiendo de lo que leamos, podemos llegar a empatizar tanto con un personaje como para hacer casi nuestras sus tribulaciones; lo bueno es que cuando cerramos el libro, tanto las tribulaciones del personaje como las nuestras se quedan dentro.

El libro en sí es, además, casi un objeto de culto para mí: el formato, el colorido, el tacto, el olor? Por eso cuando me hablaron por primera vez de lo que ahora se denomina libro electrónico, lector de libros electrónico, e-reader, e-book, etcétera no podía entender que algún día mereciese mi aprobación el dichoso aparatito. Cómo símil podría elegir la ceremonia del té. ¿Se imaginan la cara que pondrían en Japón si se fuese a realizar la mencionada ceremonia de pie y con bolsitas de té instantáneo? Pues yo, ante el lector, ponía la misma cara que los japoneses. No obstante me siento en el deber de rectificar una vez apreciados los beneficios que aporta esta nueva forma de lectura.

Ante todo se debería hablar de la cantidad de papel que en el mundo se utiliza y del que sólo un pequeño porcentaje es reciclado. Los libros, por lo general, gozan de un papel de calidad, por lo menos en sus primeras ediciones, lo que supone un gasto considerable de madera que conlleva la tala excesiva de árboles. Este problema dejaría de serlo si el número de libros editados en formato tradicional descendiese porque se empezasen a leer libros en formato digital. Por otro lado todos hemos oído decir más de una vez, o incluso lo hemos dicho nosotros mismos, que leer es un «vicio» caro; pues el libro digital también podría abaratar ese «vicio».

Es evidente que el coste de un archivo de texto, por mucho empaque que quieran darle a la tarjeta que lo vaya a contener, siempre será más bajo que el de la edición de una tirada mínima de libros, y salvo que las editoriales y distribuidores quieran seguir haciendo su agosto como si nada, el precio de venta debería bajar considerablemente. Es cierto que los aparatos que permiten este tipo de lectura resultan caros todavía, pero no es menos cierto que los primeros vídeos, ordenadores o televisores fueron artículos de lujo a los que sólo podían acceder unos pocos; a día de hoy, sin embargo, son electrodomésticos de uso cotidiano que no faltan en casi ninguna casa.

El lector de libros digitales bajará de precio y así será asequible para todo el mundo, pero para que esto suceda tienen que darse, que a mí se me ocurran, dos situaciones: que el público lo demande y que se editen los mismos títulos en formato tradicional y en formato digital, porque de nada nos sirve un coche si no nos ponen a mano una gasolinera. Y no hay que ver en esto el fin de los libros tal y como los conocemos porque hay temáticas que necesitan del libro en papel; se me ocurre como ejemplo los álbumes ilustrados para primeros lectores, aunque estoy segura de todos podremos encontrar algún ejemplo más. No se trata de acabar con la lectura de la forma en que se ha concebido hasta ahora, se trata de proteger el entorno, hacer más asequible el acceso a la lectura y, ya puestos, ahorrar un espacio que no nos va a venir nada mal viendo a la velocidad con que disminuye el tamaño de las viviendas actuales.