La obra que Javier Riera (Avilés, 1964), licenciado en Bellas Artes en la Universidad de Salamanca, presenta en el Museo Barjola resulta el último, por el momento, y afortunado intento del artista de desbordar los límites del lenguaje pictórico tradicional. Este abrazar la idea del campo expandido de la pintura, con la luz como protagonista, tuvo sus antecedentes en la muestra «Noche Áurea» que presentó en el Museo Reina Sofía en el año 2008, un proyecto específico con proyecciones de dibujos geométricos de luz sobre un paisaje nocturno. Entonces señalaba Andrés Isaac Santana «que este tipo de obra que, resultando fotográfica en sí mima, es, puramente, un ejercicio de mixturización estética en el que hace colegir los dominios de lo fotográfico y lo pictórico de un modo espectacular». Ciertamente Riera no abandona la pintura en estos despliegues fotográficos, más bien la reafirma manteniendo presentes las emociones que recorrieron sus abstracciones líricas que evolucionaron, posteriormente, en los trabajos que se pudieron ver en el Palacio Revillagigedo de Gijón en 2006, hacia una presencia de la geometría que ya no abandonará y adquirirá importancia en su última propuesta donde siguen, por otra parte, manifestándose las influencias desde Friedrich a Rothko, pasando por Turner y Brice Marden, sin renunciar a Ross Blekner ni a Palazuelo.

El resultado de su último trabajo es una simple arboleda fotografiada antes del amanecer que se proyecta en una secuencia continua, dejando que cada fotograma asome, pausadamente, a los ojos del espectador, que experimenta, de esta manera, la lentitud, los cambios de luz, el paso del tiempo. La proyección comienza decantándose por lo racional, con la figura de un dodecaedro, un patrón lumínico realizado con técnicas digitales, que se fusiona con el paisaje hasta desaparecer ambos en una intensa luminosidad que busca provocar un éxtasis emocional. Lo geométrico cobra un renovado sentido en este proyecto, capaz de descubrirnos la estructura de la naturaleza -el propio artista percibe el mundo exterior como esencialmente geométrico- de manera que esas formas relacionan lo exterior con lo interior, revelando equilibrios y estados de calma. También la serie de fotografías de la naturaleza que se proyectan en el vestíbulo del Museo se encuentran afectadas por esta interiorización geométrica, exhibiendo un paisaje sacudido por el rigor estructural.

En esta pantalla, en este espacio de representación que se abre en la capilla de la Trinidad, nos encontramos con una experiencia de silencio y contemplación que el artista vincula al paisaje, y que, al igual, que sucedía en sus pinturas, se encuentra transido de energía y racionalidad. Pero, además, ciertas pulsiones del land-art se entremezclan con la tradición barroca -con la luz como metáfora del paso del tiempo asumiendo una estética del desconsuelo- produciendo un efecto sensual que eleva la temperatura de la emoción, aunque siempre contenida por la geometría. En definitiva otra vuelta de tuerca en la construcción de un lenguaje propio, con la luz construyendo en el paisaje y manteniendo, como en sus anteriores trabajos, la intensidad creativa, la hondura en la dicción y la coherencia en el proceso. Como resultado, unas imágenes de indudable atractivo e indiscutible potencia visual.